lunes, 27 de agosto de 2012

La paz no es contractual




Tantas décadas hablando de paz que ya hemos perdimos la página donde aparece su significado. Nos la venden como una era geológica: estable, inalterable y permanente durante siglos, que deja atrás lo de antes y le da la bienvenida a lo que viene de un tajo y sin vuelta atrás. Y la compramos, como idiotas la compramos.

Los mitos que hemos creado con la paz no son menos ingenuos que los creados por los violentos para justificar sus causas. Fines buenos y malos, todos absolutos, todos imposibles. Solo somos un océano de gente buena y mala, en este punto no importa quienes son más y quiénes son menos, juntos somos lo mismo: una horda de ingenuos.

Lo digo sin excluirme. Cuántas promesas hemos tragado enteras a quienes solo se prometen el poder. Y ahí estamos otra vez, a punto de volver a creer. Sin darnos cuenta hemos reducido la paz al cese al fuego con la guerrilla, a la desmovilización de criminales, a la derrota militar o al poder ir a la finca, hasta ese punto hemos querido conformarnos.

Hablamos de “una paz” como “La Paz”. Como si el estómago no pidiera comida tres veces al día, como si nuestra precaria educación garantizara el bienestar, como si los enfermos se murieran por enigmas de la ciencia y no por falta de dinero, como si los cuatro poderes operáramos. Como si fuéramos angelitos con la mala suerte de aguantar una violencia inmerecida.

No nos digamos mentiras, nuestra guerra es orgánica y con nosotros mismos, estamos tan podridos de irresponsabilidad que aceptaríamos como paz cualquier cosa que nos ofrezcan. Así también hemos aceptado cualquier cosa que llamen libertad, esperanza y felicidad. Nuestro patetismo nos pide tratados 
para no acabarnos entre nosotros.

¿Paz?, sí, también con los corruptos, los bancos, los jueces, los empresarios, los conductores borrachos y los periodistas. Con los malos ricos que roban y matan para tener más, con los malos pobres que humillan a otros pobres cuando salen a robar y a matar para comprarse unos tenis o un televisor de esos de colgar. Con los fanáticos de toda clase. Incluso con esos barrabrava que dan y quitan la vida por un equipo de su ciudad, los mismos que en soledad maldicen su suerte por no haber nacido en un arrabal de Buenos Aires.

¿Paz? Sí, pero con buena parte de los comentaristas de Internet, enanos mentales que se abrazan al anonimato para repetir sin ortografía los mismos chistes revolcados y las mismas ofensas infundadas. ¡Dialogos de paz conmigo!, que hablo más de lo que hago. Que soy un conductor neurótico y malaleche, un peatón que codea y mira rayado. Uno más como usted, que se queja por deporte y le da pereza actuar.

No nos engañemos. ¿Cuál paz? Si aun siendo una idea buena, bonita y barata no nos sirve porque no es gratis. Nos negamos a declarar nuestro propio Impuesto por la Paz, no estamos dispuestos a pagar ningún precio por ella. Y nos va costar, nadie lo dude. El día que se firme la paz -una paz- con la guerrilla me darán la razón: nunca habrá paz aunque haya, porque la paz no es contractual.

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca

miércoles, 18 de julio de 2012

No diga “eufemista”, diga “idiota”


gamin.jpg
Ya perdí la cuenta de cuánto y tanto que se ha escrito en contra del lenguaje incluyente, ha debido ser cientos de veces pero estoy convencido de que siempre serán muy pocas. Aún son muchos más los que prefieren reivindicar con palabras lo que no reivindican con derechos. Más los que se indignan cuando hay que llamar a las cosas por su nombre. Más los eufemistas sin causa o, para no seguir con eufemismos, más los imbéciles que le siguen el juego a la falsa inclusión.
Por boca de mi mamá, funcionaria de la Alcaldía de Bogotá hace 35 años, fui testigo como el Palacio de Liévano se convirtió en la madriguera de políticas de inclusión mentirosas y facilistas, basadas más en el uso políticamente correcto del lenguaje que en acciones directas y concretas hacia los ciudadanos. 
Pero el uso del lenguaje incluyente no es una recomendación de coctel político, no. Cada vez que se cambia la Administración en Bogotá y otras ciudades, empleados oficiales como mi mamá reciben memorandos membreteados donde explican por qué ya no hay que decirles "locos" a los pordioseros, sino mejor "indigentes", o mejor "desprotegidos", o no, mejor "personas en situación de vulnerabilidad" o no, mejor "habitantes de la calle". Cómo si a ellos les importara. Como si las palabras fueran por sí solas políticas públicas y las mentiras, francos derechos. 
Por fortuna que, con tanto cambio de términos y de alcaldes, mi mamá se fue deshaciendo poco a poco de esas patrañas que alguna vez acató. Qué más puedo decir, vivimos en Bogotá y un buen día me llamó decepcionada y con la indignación de un forista de internet me dijo: "hijo, un maldito gamín me atracó".
Dense cuenta, cada que nace un populista nace también un eufemismo de inclusión. Son nietos de Departamentos Administrativos, con padres dedicados a la esnobfilantropía como Gregorio Pernía o Gustavo Bolívar.  Con madres como Gilma Jiménez, que por ejemplo, con su "niñas, niños y adolescentes" convirtió el discurso sobre infancia en un ridículo trabalenguas. O como Piedad Córdoba, con sus "colombianas y colombianos" por la paz, a quien se le podría acusar de excluyente y sexista porque se le olvida decir: "Estamos comprometidos y comprometidas con los secuestrados y secuestradas. Vamos a traerlos y traerlas, pero estamos esperando las coordenadas...¿y coordenados?". 
Están por todas partes. Hoy toca pensarlo dos veces antes de llamar a las vainas con palabras castizas -puras, sin mezcla de voces ni giros extraños- que por algo están en el diccionario. 
Ya no debe haber nada negro, por ejemplo. Ni días negros, ni ovejas negras ni negras intenciones. De hecho,ni siquiera gente negra. Ahora toca acostumbrarse a decir ridiculeses como la que alguna vez escribí en Twitter: "ahí está Obama, afrodescendiendo por las escaleras de su Air Force 1".
Ya no es "ciego", "sordo", "prostituta", "anciano" o "mongólico", no. Ahora los mongólicos dejaron de sufrir de mongolismo -Síndrome de Down-, los paralíticos de parálisis y los inválidos pueden valerse. Ahora las putas tienen "vidas alegres", los sidosos "VIH positivo" y, mi 'favorito', los sordociegos son "personas en situación de discapacidad auditiva y visual". ¿Ah?, Parece casi una suerte que no tengan que ver ni oír semejantes estupideces.
Sé que mucho se ha escrito sobre este tema, pero como dije: nunca será suficiente. Gracias, amigo incluyente, por no incluirme en su lenguaje de majaderos -que se entienda que me refiero por igual a hombres y mujeres-. Y usted, querido lector, la próxima vez que un lingüista incluyente lo corrija no le diga "eufemista", dígale "idiota". Ahora, si no lo quiere ofender, dígale que es una "persona en situación de discapacidad cerebral".

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca
Lélalo también en EL TIEMPO

lunes, 16 de julio de 2012

Qué pereza ser campeón



Si algo admiraba hasta ayer del hincha promedio de Santa Fe era su fabulosa relación con el fracaso. Debe ser muy lindo, pensaba yo, nunca haber visto campeón al equipo de uno y sin embargo ponerse la camiseta, ir al estadio o seguirlo por TV sin otro fin que el de abrazar una tradición. Es un sentimiento auténtico, volví a pensar. Pero ayer ganaron y, no sé, se me antoja que fue más lo que perdieron: la mística.
Es raro ver a esos hinchas en el triunfo. Con risa nerviosa de campeón, teniendo que estar "en las buenas" sin la dignidad y abnegación de estar "en las malas". Ni siquiera anoche se les veía disfrutar con comodidad. Durante la premiación no sabían si abrazarse, llorar, gritar, llamar a un hincha de Millonarios o subir fotos a Facebook. Es como si hubieran descubierto lo que otros ya hemos vivido pero que mejor no decimos en voz alta: si uno no jugó en la cancha, ser campeón de la Liga Postobón no es gran cosa.

Santa Fe perdió un tesoro y en el fondo sus hinchas lo saben, sobre todo los más viejos. A la salida del estadio pasaban engarrotados de frío, se acomodaban la bufanda para sonreír a las cámaras y con esfuerzo se abrían las chompas para besar el escudo. Gritaban "¡Santa Fe, Santa Fe, Santcofff!", tosían y caminaban apuradito, pensaban si coger taxi o Transmilenio. No se hallaban. Finalmente, los más viejos, insisto, se fueron a celebrar a la casa porque qué raro es celebrar, porque qué pereza es ser campeón.
Durante el partido, el hincha de Santa Fe que más conozco, mi papá, fue ejemplo vivo de lo que estoy diciendo. Descontando que sufrió todo el partido, cuando por fin Santa Fe marcó él se enfrascó en una absurda discusión con mi mámá sobre si Copete cabeceó o pechó la pelota. A tres minutos del final renegaba desesperado por la falta puntería de Ómar Pérez para meter el segundo gol (que nunca necesitó). Tras el pitazo final se enojó porque vio a Edwin Cardona buscándole pelea a un jugador del Pasto, resaltó que "está gordo y aparte no la suelta". Y así, haciendo lo suyo: sufriendo. No hubo éxtasis en su celebración, le picaba. Acarició al perro y le dijo cursi "¡¡campeones!!". Luego se fue a dormir.

Así son y así eran los hinchas de Santa Fe. Como Pacheco, Daniel Samper, Amparo Grisales, Yamit Amad, auténticos y divertidos papanatas. Pero hoy no, ya no es lo mismo de antes.  Tantos años de espera no son en vano. Esos hinchas, ayer, disfrazaron de mesura la incomodidad y el vacío que les vuelve a producir el éxito. Saben en el fondo quepertenecen al grupito de cinco mil que, gane o pierda, nunca falta en el Campín. Tantos años de espera no son en vano. Hinchas viejos, como él, disfrazaron de mesura la incomodidad y el vacío que les vuelve a producir el éxito.
Anoche Santa Fe perdió la mística, esa que lo diferenciaba de odiosos equipos como el mío. Ahora tendrán hinchas arrogantes como yo, de esos que echamos en cara campeonatos de hace décadas, de los que hacemos sacar jugadores extranjeros, de los que no creemos en los procesos ni esperamos a la cantera, de los que chiflamos cuando el equipo toca hacia atrás. Hinchas nefastos, como yo, sea de América, Millonarios o Nacional.

El día después de ser campeón es el más duro, hoy el hincha de Santa Fe lo sabe. Esperar 37 años (o uno) por la alegría de ganar un campeonato y luego sentir que no era para tanto, ver como esa emoción decrece a medida que pasa la borrachera de triunfo. Darse cuenta de que la ciudad no necesita una estrella en el escudo del equipo sino en la alcaldía, no un representante en la Copa Libertadores sino vías, empleo, seguridad y sol. 

Con Santa Fe recordé la famosa victoria pírrica, donde queda más daño en el vencedor que en el vencido. Ganó un título merecidísimo, perdió la mística y la extática. No hay nada más relativo que el éxito y Santa Fe ya empezó a padecer esa maldición. O sino pregúntele a los pelados que se mataron por celebrar encima de un camión. O a la pequeña Santafecita Bareño Rodríguez. Qué pereza volver a ser campeón.

Andrés G. Borges
En Twitter: @Palabraseca
Léalo también en EL TIEMPO

jueves, 5 de julio de 2012

Mañana voy a morir



La muerte quedó de pasar mañana y no sé cómo recibirla. Me da vergüenza con ella porque cuando viene a este continente, a este país, a esta ciudad, se anda con afanes. Trabaja sin descanso, a doble jornada y se le mide a la más apretada de las agendas.
Sinceramente quisiera una visita rápida, sin bebidas calientes ni palmaditas en el hombro.Supongo que debo sacarle tiempo a nuestro encuentro, ella estará feliz de saber que por esperarla he venido muriendo poco a poco, como un infiernal preámbulo; yo estaré tranquilo porque me la voy a encontrar sí o sí, vivo en un lugar donde cuesta sacarle el culo. No dijo más. Que fresco, que esté listo, que ella mañana se aparece y me desaparece. Que mañana voy a morir.

No sé ni siquiera qué ponerme, qué comer, si salir de la casa o enclaustrarme, si lavar la loza, tender la cama o ir al trabajo. ¿Seré un muerto más? Ojalá, de eso se trata, no quiero ser un muerto que otro reclame, pero no depende de mí sino de dónde me encuentre ella: la muerte.Esperar a mañana, porque además de dejar de existir, tengo mil cosas qué hacer. 

Antes de las seis de la mañana haré una fila de cuatro horas para cobrar la pensión, moriré tras un infarto fulminante frente a la fachada del banco HSBC. Los medios culparán al Sistema, al de pensiones, al de salud..reclamarán también mi muerte. Yo, desde el más allá, con pena tendré que reconocer que la culpa fue mía, que los bancos abren a las ocho de la mañana, que si lo deseaba me podían consignar la pensión, que no tenía necesidad de hacer cola desde tan temprano, que soy un viejo mañoso al que le gusta contar la plata. Que me busqué mi mala suerte, que mejor nadie reclame mi muerte.

Si sobrevivo, tomaré un desayuno alto en grasas trans y padeceré diecinueve tipos de cáncer. Mi nombre irá a las estadísticas, seré ese "uno-de-cada-tres" o ese "cuatro-de-cada-diez". Seré también un número en las campañas de medicina preventiva, me recordarán en el día mundial de la enfermedad que me mató y cada año harán de mi muerte un caso ejemplarizante, como hicieron con otros antes de mí. Produciré fugaz compasión y después, mucho después, algún sensato dirá con razón que fumaba, tomaba y tripeaba, que fue mi vida de excesos y, tal vez, mi ADN los únicos responsables.

Si no morí, al medio día saldré en una y mil cámaras de seguridad a las que solo tiene acceso Noticias RCN. Ya sea por conducir borracho o por imprudente, será RCN quien se quede con los derechos para TV de mis últimos minutos. También puedo ser una estrella negra si es que me embiste una flota y me desparrama en el asfalto. Dirán que no quise usar mi inteligencia vial, que no tomé con seriedad a los auxiliares bachilleres que, disfrazados de payasos, me invitaron a usar los puentes peatonales. Mi epitafio dirá que soy un simple peatón imprudente. Yo, en el cajón, diré que ni siquiera fui eso. Solo un simple. 

Sobrevivir en este punto será ya sería el colmo de la fortuna, así que por la tarde me apuñalarán o me tirarán ácido en la cara para robarme el celular. Según el destino también, seré recordado como el cajero de una casa de cambios, el joven abogado de Harvard, el padre cabeza de familia o -si llevo la camiseta de un equipo- el hincha. Los abogados de Harvard, los vendedores ambulantes, Goles En Paz, Samsung y la FVRCBG (Fundación de Víctimas de Robo de Celulares de Baja Gama) convocarán marchas. Cada uno querrá que sea su muerto, es seguro que sí. 

Si aún no he dejado de existir entrada la noche es porque me espera la más terrible y especial de las muertes. Puede que desaparezca en Halloween cuando me tiren al caño del Virrey. Suerte para mí, será una muerte a cuatro columnas sacada de un guión de Danny Cannon al mejor estilo de 'Sé lo que hicieron el verano pasado'. Suerte también si, en cambio, le adhieren una bomba lapa a mi carro y lo vuela en pedazos. Parecerá que mi muerte fue escrita y dirigida por Mick Jackson. Todo un titular para abrir un noticiero, de esos de poner musiquita.

Pero no morí. Y son malas noticias: la soledad de la noche trae muertes cada vez peores. Puede que sea víctima de tortura y violación en el Parque Nacional. Si es que eso pasa debo esperar que mi atacante no sea un violador más, mi muerte quedaría impune. Hace falta que sea un psicópata, un aberrado enfermo de sangre fría que use lo que tenga a la mano para empalarme y mandarme a mí a la primera plana de los diarios y a él a un asiento en los juzgados de Paloquemao.

Con muy poco me hará Trending Topic, protagonista de marchas, cacerolazos, plantones y canelazos. Hará que Gilma Jiménez y Gustavo Bolívar se aprendan mi nombre y lo griten manoteando a los cuatro vientos. Después pasaré de moda. Con muy poco, les decía, con un palo, con lo que mi asesino tuvo a la mano, me convertiré un muerto aleccionador. Un palo, en este país esa puede ser la diferencia entre un muerto famoso y un muerto más: un palo.

Mañana, a esta hora, no espero haber sobrevivido a un día en Colombia, pero si es así, solo me restan esperar las muertes pendejas y místicas, esas que nunca vienen por acá: una cáscara de banano, un sueño dulce a los 90 años, el ataque de un oso, una autocombustión, un envenenamiento con mariscos, un caníbal en Miami que saboree mis pómulos, un paracaídas que no abrió...
No sé. Al parecer aquí uno no se puede morir tranquilo, en su intimidad, cara a cara los dos: la muerte y yo. Ojalá la mía no sea de esas muertes para siempre, que uno sabe que en Colombia para siempre nunca dura más de quince días. Me da comezón incluirme entre los vivos. Les decía que mañana quedó de visitarme la muerte, pero no sé, sincerándome, prefiero ir y buscarla a ella.

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca
Léalo también en EL TIEMPO

jueves, 14 de junio de 2012

Gente exitosa




El éxito se le aparece a uno sin avisar, tal cual como el fracaso. La diferencia es que el primero lo vuelve a uno miedoso, vulnerable, suspicaz y neurótico, en cambio el segundo cae como un piano en la cabeza: yace uno sin nada más que perder, sin más ni menos que lo que uno es. 
El éxito depende de otros; el fracaso, en cambio, es de uno y de nadie más, y eso lo hace fascinante, auténtico.

Esta mañana recibí una lección de éxito y fracaso que me dejó abrumado, me la dio el taxista que me llevó al trabajo. Aunque aclaro, a tipos como ese no hay que llamarlos taxistas, ni abogados, ni médicos, ni gerentes ni empleados, ellos solo pueden ser una y nada más que una cosa: Gente exitosa.

A la salida de mi casa se parquea un grupo de taxistas. Es una zona residencial especial para ellos. Se conocen y por eso se reúnen enfrente de una verja a tomar tinto. Mientras revisan el agua y el aceite hablan, cuentan infidencias de pasajeros, se hacen bromas pesadas, mímicas de pelea y luego carcajean. Es su mundito, lo cuidan bien.

Hay una señora -la única mujer en el grupo- encargada de asignar los taxis. Ni tiene pito ni sabe chiflar, por eso, cuando uno sale a la calle, ella aplaude con angustia para llamar al taxi que le toca a uno. Me abre la puerta y me desea un feliz día de múltiples formas. Cuando voy de zapatos me dice "señor"; cuando voy de tenis, "joven". Conoce a los conductores y los despide por su nombre. Ellos le dan monedas, no siempre. No le importa, digo yo. Es que parece feliz.

En el grupito, los taxistas no me ven como pasajero sino como premio. Incluso se rotan para llevarme. Trabajo cerca de mi casa, no voy para el norte ni para el centro ni para el sur. Es una carrera que nunca supera las 60 unidades o los 4.000 pesos. La llaman el banderazo: no gastan mucha gasolina ni muchos nervios. Les conviene llevarme y a mí que me lleven, es una transacción que incluye confianza, seguridad, eficiencia y sí, plata, nunca más de 4.000 pesitos.

La señora que asigna los taxis, decía, es buena gente pero no sabe chiflar. A veces pienso que su candidez no le permite chiflar. Creo en un estereotipo, ridículo quizás, que dice que la gente cándida ni sabe escupir ni sabe chiflar. 

Esta mañana salí tarde, muy tarde, y mientras ella aplaudía para llamar a uno de 'sus' taxis, frente a mí ya se había parqueado otro con prisa, un 'clandestino' que justo pasaba por ahí, llegó tan rápido que resortó al frenar. Le pedí que me llevara al trabajo tan pronto como pudiera. En eso, vi como me miraba la señora y el grupo de taxistas: "frustración", es lo que recuerdo haber leído en sus miradas. "No es para tanto", pensé, son 4.000 tristes pesos.

"¡Vamos a ver si lo logramos! Estamos allá en...¡8 minutos!", me dijo el taxista. Un señorón, tendría 50 años. Yo le di las gracias incrédulo, cínico. Sabía que para lograr ese tiempo hacía falta tener a un irresponsable al volante y, a decir verdad, en ese momento era lo que menos me importaba.

De inmediato aceleró y no volvió a pisar el freno hasta llegar. Me refiero a todo él: su taxi, su vida, su filosofía y hasta la conversación que me propuso, que más que eso fue un monólogo, uno sobre el éxito y el fracaso y que reproduzco a continuación...

“Si vio lo que pasó, ¿no?...le gané la carrera al otro muchacho. Pero es que le voy a decir la verdad: a mí eso de sentarme ahí a hablar mierda, a tomar tinto y a quejarme del patrón…

Eso no va conmigo. Si uno sale a trabajar, es a trabajar. Yo no le digo a usted que no salude a la gente: uno tiene que decir buenos días, buenas tardes y buenas noches, pero quedarse ahí preguntando maricadas, perdóneme no. Eso llama cosas malas. ¿Cómo le digo? ¡El fracaso!...

Uno tiene que pensar positivamente. ¿Por qué le voy a decir que me está yendo mal, que me va mal? Si es que a mí me va bien. Esto se lo digo porque es que a uno le dan el carro, pero uno lo tiene que devolver lavado y tanqueado a las tres la tarde. Y claro, con el producido del día, de ahí para allá lo que quede es para mí…

No le miento. Yo a las doce del día ya tengo lo del tanqueo y lo del lavado. Fácilmente al día me puedo hacer cuarenta, cincuenta mil pesos diarios. Para mí. Míos. Libres. ¿Y por qué? Pues por que yo no mantengo parándome. Yo me despido de mi mujer y le digo que voy a trabajar porque eso es lo que hago. Si me quedo por ahí pendejeando…¿Cogemos la 26 hacia el aeropuerto o la 68?...

…Eso de sentarme a hablar de los pasajeros…A quejarme…¿Por qué se quejan? Pues porque no hacen ni mierda, ¿por qué cuando hablan dicen que les va mal?, pues porque se la pasan quejándose, haciendo amigos en vez de plata. Yo con sinceridad le digo esto: …estoy cuadrando de a millón, millón doscientos. Cuando me va mal pues un poquito menos…pero no me quejo. Nunca me quejo…

En Semana Santa los colegas decían que qué semana tan larga, que qué semana tan mala, que no hubo trabajo…. Esa semana yo me hice exactamente lo mismo de siempre, como una semana normal. Yo si no me pongo con miserias. Es más, si usted se pone a pensar estos tipos que se parquean se gastan la plata en tinto y empanadas. Se paran a comer, a orinar, a compinchar, me perdona la palabra, a guevonear…

…¡Mire! Es como si usted…usted que va para El Tiempo, usted qué es, ¿periodista? Sí. Ah, pues aprovecho. Figúrese que en la oreja de La Esperanza con Boyacá construyeron apartamentos, ¡Apartamentos! Eso es espacio público, eso no se puede comprar, ¿dónde ha visto usted que alguien venda la oreja de un puente?

Bueno. Ahí le comento…Pero volviendo al tema que le hablaba. ¿Usted es periodista?…¡Eso!. Por eso. Es como si usted se gastara el día, perdóneme, hablando mierda en lugar de escribir noticias.

Una hora de la mañana saludando, una hora del almuerzo contando lo que ha hecho y una hora de la tarde quejándose de que no le rinde. ¡Quejándose de usted mismo! Le digo, caballero, además, que uno no debe quejarse del patrón. Yo al menos no, es que él me dio el trabajito. Tampoco lamerle el culo, porque más de la mitad de mi esfuerzo termina en los bolsillos de él. Pero eso sí, tengo que avisparme, no puedo tumbarme yo mismo, así nadie llega a ser alguien… ¿Si me entiende?...

Y…¡7 minutos! Se lo dije, 6, 7, sí, 7 minuticos… (…) Usted dirá dónde lo dejo, caballero. Con mucho gusto. Serían…son...83 unidades….mmm…6.000 pesitos...”.

*Publicado también en El Tiempo

 Andrés G. Borges
@palabraseca

jueves, 10 de mayo de 2012

El poeta de Jericó



Hace años que viajo cada mes desde Bogotá hasta la finca de la familia en Jericó, Boyacá, el pueblo más frío de Colombia y donde, sin embargo, se consigue la mejor arepa de cuajada molida en la región. Por supuesto, me traigo en cada viaje unas cuantas para la ciudad.

El asunto es que allá en Jericó dicen que “arepa sin guarapo es como guarapo sin arepa”, por eso de un tiempo para acá terminé atrapado en pequeñas reuniones en una tienda de la cabecera municipal. Y si me lo preguntan hoy, todavía estoy atrapado.

A la tiendita llega cumplidamente Abdelkader ‘el turco’ Mesbah, un tipo duro como aerolito. Amigo de adolescencia de mi papá allá en Jericó. En realidad él es argelino y por eso despotrica en francés cuando el fermento se le sube a la cabeza. Valga decir que sin guarapo también parece completamente loco. Es torpísimo para hablar español, se instaló en Colombia cuando conoció al amor de su vida en Cartagena, al menos eso cree, al menos eso dice. Su memoria está tan desmantelada que nada en sus historias lleva nombres propios: personas, lugares, amigos, nada tiene rostro, detalles ni identificación.

Sabemos que es argelino porque, además de su inconfundible nariz árabe, llena de bigote, carga la cédula colgada a la altura del pecho, según él, para, precisamente, recordar su nombre en las diligencias municipales. Lo que entre nos creemos es que Mesbah ama el frío y la humedad y no los cambiaría por nada. Mi papá me cuenta que cuando se expone distraídamente al sol se brota los brazos y la cara, se desespera y comienza su retahíla francesa. Mi papá y yo creemos que por eso perdió al caribeño amor de su vida, aunque en el fondo yo digo que es porque antes había perdido la chaveta.

También allí, en la tienda, comparte con nosotros el abogado y autor Ricardo Pérez-Lonja, un buenavida que ya pinta canas, algo malponderado en el pueblo y a quien los políticos y editores regionales habían tratado mucho mejor de lo que sus influyentes padres hubieran pedido. Eso decían en el pueblo, que se hizo a una finquita solo para poner flores y escribir sus líneas, por alguna razón, nunca muy aplaudidas.

Siempre que yo llegaba al pueblo, cada mes, Pérez-Lonja me buscaba en secreto y me preguntaba qué tal me había parecido su más reciente poema. Él se tomaba el trabajo de dejarlos por debajo de la puerta de la entrada principal de nuestra finca, como hacía con cada vecino del municipio.

Ahí quedé atrapado, si lo que buscan es una respuesta. Esa extravagante costumbre del poeta terminó por hacerme cómplice silencioso de una interminable cadena de engaños.


Primero, el poeta Pérez-Lonja no sabe que mi hacienda está infestada de ratones y hace rato no fumigábamos. Esos animales se comen los poemas que se asoman debajo de la puerta, no están para contener el apetito con el papel maíz en el que plasma sus versos. La comida a los roedores, cada mes, les llegaba a domicilio por cuenta de la poesía. Como digo, la fumigación de roedores no es una prioridad por más que la Literatura estuviera en riesgo, el invierno ya nos había traído plagas más importantes. Sobra decir que por esa razón yo nunca había podido leer sus sonetos puerta a puerta, cosa que me apenaba profundamente. El ‘turco’ Mesbah, el viejo loco amigo de mi papá, conocía esa situación y cada mes, religiosamente, me entregaba –con enorme desprecio- el poema que le llegaba a él, también por debajo del portón.

He ahí el segundo engaño, que es el mismo ‘turco’, a quien los poemas de Pérez-Lonja nunca le hicieron gracia. Al tanto de eso, el poeta me confesó con vergüenza que esperaba durante un mes para recibir opiniones de la gente de Jericó, arreglaba lo que había que podía arreglar en su obra y ahí sí le hacia llegar el poema, del mes anterior, en su mejor versión, al ‘turco’ Mesbah, buscando su extranjera aprobación.

Con esa confesión viene el tercer engaño. Aunque el ‘turco’ no tenía ratones en su finca, pues compró el mejor sistema de fumigación para roedores de Boyacá, cada vez que recibía un poema de Pérez-Lonja los hubiera deseado. Maldecía con furor la poesía de ese señor, la describía como “très cursi, Dieu merci j'ai une mémoire merde” (“Tan cursi, que gracias a Dios tengo una memoria de mierda”). Yo venía a ser la oportunidad del ‘turco’ para deshacerse de esos odiados manuscritos. El asunto es que reacción en él lejos de ser extraña era predecible. Odiaba gratis y con pasión, pero no podía saber de mi boca que él era el único en el pueblo que recibía la mejor versión del lírico Pérez-Lonja.

Bueno, por mi lado, no me preocupaba empezar a disfrutar esa poesía que para el ‘turco’ era “merde”. Qué iba a saber ese de arte si ni siquiera sabía recitar su propio nombre.

Así, en medio de uno y otro engaño, llegué a recoger donde el ‘turco’ una docena de poemas de Pérez-Lonja, eso fue más de un año. Sí, estaban buenísimos, los disfrutaba de verdad. Me los llevaba para la finca, los leía con juicio y me emocionaba. Pero de nuevo ahí nacía otro engaño, cuando Pérez-Lonja me pedía opinión de su poema del mes, yo debía contarle que los ratones se lo habían comido, que, en cambio, había leído la versión que él había arreglado inútilmente y con vergüenza para el ‘turco’. No iba a hacer tal cosa, yacería como el peor de los seres.

Por fortuna, con el tiempo encontré la forma de salvar el pellejo. Cada vez que Pérez-Lonja me preguntaba por su más reciente poema yo le respondía invariablemente lo mismo, con los mismos gestos y las mismas palabras:

     Sinceramente, Pérez, me gustó más poema el anterior. Le voy a decir por qué…

Ahí comenzaba a desgranarle toda clase de halagos por el poema del mes pasado, el que sí había leído. Después de todo me sentía en una zona de sinceridad, trataba de no hacerlo sentir mal de ninguna manera, entre otras cosas porque, a pesar de que le daba esa ambigua respuesta, me parecía que el tipo escribía, sorprendentemente, cada vez mejores líneas. Tratando por todos los medios de no mencionar su más reciente obra, le hablaba encantado de cada personaje del poema anterior. Destapaba su psicología, reíamos y completábamos con satisfacción cada tertulia. También desnudábamos una que otra moraleja fabulosa, de esas sin pretensiones, pero también cargadas de propósitos y despropósitos. Le confesaba con algo de timidez mi profunda admiración por la forma en que me conmovían sus descripciones, su narrativa, sus escenarios, sus cojos y llegadas. Yo no paraba de hablar, Pérez-Lonja, en cambio, no pronunciaba mayor cosa, escuchaba con atención y tomaba notas prolíficamente. Parecía en medio de un ejercicio íntimo de extraña contrición. Solamente al final me mencionaba a mi tío Epimenio, de cariño ‘Pime’, editor y socio del Club de Lectura de Bogotá, y me pedía recomendarlo con él para cumplir el sueño de su vida: publicar una obra.

Cuando ya me agotaba en adjetivos, recordaba que seguramente leería, al siguiente mes, una historia aún mejor, así venía progresando aquel poeta de Jericó. Al sentir que le entregaba hasta el último elogio a Pérez-Lonja, me proponía una contención, una suerte de freno para que luego no se percatara de mi media docena de bienintencionados engaños.

Terminaba nuestras conversaciones con profunda pena, no solo por el mismo hecho de no poder prolongarme en adulaciones, sino porque debía buscarle peros a su maravillosa escritura, a su decidida y precisa descripción, a sus personajes transparentes y vívidos, a su medida prosa. Era un ejercicio que me agobiaba, algo que no quería hacer por él, pero que al tiempo quería hacer por mí: leerlo otra vez y, por qué no, alistarlo para debutar en el Club del tío Pime.

Siempre que hablaba con Pérez-Lonja de su poesía y llegaba el ‘turco’ Mesbah todos conveníamos cambiar de tema, era los mejor para los tres y cada uno tenía sus razones. Mejor repasábamos las historias mal contadas del ‘turco’, sus amores árabes, sus vacas, su continente. Mesbah nos aburría profundamente hasta que al fin se empedaba, por ello tomábamos rápido, trasnochábamos y amanecíamos exhaustos entre sus insultos gálico-argelinos. A la madrugada ellos dos retomaban a su vida entregada al campo y yo la mía, a la ciudad. Y así, una vez al mes.  






Entre idas y vueltas desde Bogotá se me había creado sin querer una infranqueable rutina. Llegaba el sábado a la finca, limpiaba del suelo la cagarruta de ratón y las contadas trizas de papel maiz, iba a la casita de Ómar, el mayordomo, saludaba, preguntaba algo, ayudaba en lo que pudiera, almorzaba, bajaba al pueblo y pagaba las deudas, luego subía en el campero hasta la casa del ‘turco’ Mesbah, hablábamos de política o de lo que fuera que el tipo recordara, recibía de sus manos -con enorme displicencia- los poemas de Pérez-Lonja y durante la tarde los leía embelesado hasta que llegara la carga de aguarroz y melaza para los cerdos, desde Socotá.

A eso de las seis empacaba y me iba por las arepas y los mandados para llevar, me encontraba con conocidos y a cada uno le daba trámite. Pérez-Lonja se aparecía en cualquier lugar como un espanto y me pedía opinión de su poesía. Yo volvía ponerme nervioso, elogiaba hasta el cansancio su poema anterior, él callaba y tomaba notas sobreexcitado, me pedía recomendarlo al Club de Lectura de Bogotá, luego yo reculaba, le daba un pero cualquiera, le pedía más fuerza en el texto, más sangre en las descripciones, mejores personajes, mejores finales, cualquier cosa: sentía una vergüenza infinita y a la vez me emocionaba. Volvía a la ciudad. Así por dieciocho meses.
 
Eran tan buenos sus poemas que ya tenía una carpeta organizada con retazos de páginas, los amarré con hilos de lana y los empaqué en el lugar más fresco del campero, para luego llevarlos al lugar más fresco de mi casa, en la ciudad.

Hoy mi papá, de visita en la casa, me indagó por el mamotreto que había puesto sobre el nevecón en la cocina. Le conté con lujo de detalles toda esta historia, extasiado como un niño, le expliqué cada peripecia que había tenido que hacer para engañar a su amigo, el ‘turco’ Mesbah, y al poeta Pérez-Lonja, todo por el bien de la Literatura Colombiana. Mientras, le sugería leer cada poema en el orden en el que yo los había organizado, para que viera el progreso de aquel rapsoda de vereda.

Le sugerí decididamente a mi papá, al tiempo él trataba de darle simetría al enorme folio, que llamara al tío Pime, socio y editor del Club de Lectura de Bogotá, que le contara que había encontrado a un diamante en bruto, que Pérez-Lonja era la más colosal promesa de poesía épica colombiana. Le repetía, por cuotas, puntilloso, lo del poema debajo de la puerta, lo de los ratones, lo del viejo ‘turco’ ignorante que desconoce de poesía, lo de progreso literario, lo de la insistencia de Pérez-Lonja por publicar en el Club, lo de mis reservas morales para no herir a nadie.

Mi papá escuchaba. Yo volvía con más fuerza, le hacía hincapié en la ironía de que el tipo había sido despreciado por una raza hostil de analfabetas e incultos dirigentes de provincia. Le aseguré que no podía seguir engañándolo diciéndole que veía vacíos en su completa poesía. Ya con tono de plegaría terminé proponiéndole que se dedicara un día a armar un doblepágina con el tío para el próximo número de ‘Letras Vivas’,  la revista del Club de la Lectura de Bogotá, ¡que el arte es atemporal pero ya no da espera!, ¡que la tradicional esfera prosaica tiemble con los versos audaces y frescos del poeta de Jericó!…

En eso mi papá, sin muchas expectativas –entre otras cosas por mi exasperante agitación- sacó las gafas del forrito con parsimonia y comenzó con los ojos bien abiertos a leer el primero, de ahí no se detuvo hasta la última estrofa. Asintió con la cabeza y estiró la boca como señal de aprobación. Guardó el estuche de las gafas en el bolsillo de la camisa, como preparándose para una lectura larga, y no tardó un instante en ojear el siguiente, y otro, y otro más.

Pasaron los minutos y ya empezaba verse ansioso, desconcertado, levantaba las cejas entre cada endecasílabo, vibraba... Súbitamente soltó una estridente carcajada, una risotada que lo hizo echarse hacia atrás hasta levantar los pies del suelo, se cubrió la cara con el folio de poemas y no paró de gemir de la risa.

Emocionado, sin calcular demasiado, le pedí que se los llevara de una vez, que los disfrutara y que compartiera conmigo el éxtasis, esa mismo que yo sentía, cada mes, al bajar a Jericó.

Mi papá, aún con las contracciones producto de su repentina alegría, agachó un tanto la cabeza y me miro fijamente por encima de los lentes, ató los hilos de lana, armó el mamotreto y lo volvió a poner encima del nevecón. Lo seguí ansioso hasta que volvió de la cocina, él, con la misma parsimonia de antes, guardo las gafas en el estuche y lo metió en el bolsillo de la camisa. No respiraba. Mi papá deja escapar una particular exhalación antes de hablar, uno casi que puede descifrar cuando va a decir algo antes de soltar la primera palabra. Yo esperaba ese jadeo suyo como nunca antes, para ese momento ya agonizaba de ansiedad. Quería oír su veredicto sobre el poeta de Jericó. Y llegó un soplo…

    — Hhh…Quién iba a pensar que este huevón resultara ser antología poética. Cuando vuelvas a Jericó discúlpate con el ‘turco’ Mesbah, felicítalo por sus poemas y pídele el número del fumigador. Ah, y no olvides traerte unas arepitas.

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca

miércoles, 25 de abril de 2012

¿Para qué sirve ser colombiano?



Yo soy colombiano pero no sé qué significa eso. Diría que llevo una nacionalidad porque nací, crecí, estudié y trabajo y vivo bajo las leyes de aquí, pero no sé, más allá del hecho legal, si ser colombiano, austriaco, congolés o gitano significa realmente algo, o al menos, algo importante.

Cada terrícola debería proponerse la sencilla tarea de pensar como lo haría un extraterrestre. Por sí solo, el hecho de imaginar fronteras conduce a ver cada vez más y más fronteras, a regirse por cada vez más ataduras. Políticas, geográficas, religiosas, morales, culturales, raciales y espirituales, todas.

Si la nacionalidad misma de los personajes más importantes de la historia no es relevante, por qué detenerse en el origen de seres humanos insignificantes como usted o como yo, seamos de donde seamos.

Los más grandes músicos que ha dado Europa como Bethoven, Mozart, Liszt o Strauss fácilmente podrían ser alemanes o austriacos o húngaros. Qué importa. Uno se regodea o se fastidia con su música, pero nada más. Para nadie debería ser pecado confundir el pueblito europeo de sus cuitas, sus historias, ni siquiera sus composiciones. Aquí, en el hombro de Sudamérica, a miles de kilómetros y tras de decenas de años, nadie se está deteniendo a pensar si ellos dejaron en alto el nombre de Alemania, Hungría o del imperio Austriaco. Ninguno de ellos compuso reclamando atención a su bandera, ¿por qué habría de hacerlo otro?

El talento es antipático a las ideas nacionalistas; la falta de talento, no. Pasa mucho, desde el descubrimiento de América hasta el reggaetón. Quiero decir, Cristóbal Colón es italiano aunque pase como español, eso también le sucede a Manu Chao, que no es de España sino francés, como Carlos Gardel, a quien a su vez reclaman Argentina, de donde es realmente Ricardo Montaner, que no nació en Venezuela como Oscar D’León, a quien algunos asocian a algún país del caribe. ¡Qué importa! Desde el Canal de Panamá en adelante todos son lo mismo. Qué importa si son cantantes de salsa, merengue, bogaloo o reggaetón, si son dominicanos, boricuas, 'colones', mayamisenses o neoyorquinos. Francamente da igual.

Todo se ve más simple si hacemos el ejercicio contrario. Uno no piensa en los personajes que admira como seres épicos que llevan a cuestas una bandera que reclama atención. Nunca es así. No es esa imagen que Harold Trompetero prostituye cada que hace un comercial flojo de 90 minutos, que llena de insights populares y que pone en una sala de cine, tratando de decir que es cine. En términos prácticos ser colombiano no es nada. Que le vaya bien a nuestra familia, y mejor si a la ciudad, y mejor si a Colombia, porque es donde está la ciudad, la familia, y uno, pero no me vengan con que 43 millones de desconocidos nos importamos.

¿Para qué sirve ser colombiano? Para nada. Uno debe ver al país como al propio cuerpo. Hay cosas que tenemos y producimos, que sabemos que son feas, asimétricas e imperfectas, otras son asquerosas e impresentables. Hay otras que los demás admiran, sí, pero nadie anda alardeando por tener la nariz pequeña, la piel de durazno o medir 1.85: son cosas que nos dicen desde afuera, que cuando salen de nuestra boca provocan 'mal aliento'.

Ese afán de resaltar todo lo que es colombiano, por el solo hecho de ser colombiano, es lo que lleva a la opinión pública -si es que tal cosas existe o sirve-  a actuar desde la ceguera neuronal, o mejor, desde la imbecilidad.

Con esa fórmula hemos venido creando ídolos de barro como, entre muchos, Alejandro Falla, Camilo Villegas, Juan Pablo Montoya, Hugo Rodallega, Giovanni Moreno, Sofía Vergara o Jhon Leguízamo. 'Compatriotas' que han ganado nada, poco y mucho -en ese orden-, y que por ser colombianos reciben el más inmerecido de los despliegues. No tengo nada contra ellos, si uno los ve como deportistas o actores no están nada mal, pero ese no es su gran talento, su gran talento es convencernos de que merecen pleitesía. La culpa no es de ellos, es nuestra.

¿Por qué no se va? ¿Qué he ganado usted?, me preguntarán los comentaristas que sí sienten que ser colombiano es importante. Pues nada, es la respuesta. No he ganado nada y si alguna vez lo hago no será por ser colombiano, como si fracaso o me vuelvo un delincuente: no tendrá nada que ver con el orgullo de nacer en un país. Si pasa lo primero me pedirán que diga solo cosas buenas de Colombia, que vuelva (porque uno se va), que haga fundaciones y opine sobre política y fútbol, si pasa lo segundo me esconderán y les daré pena. ¿Para qué sirve ser colombiano?

Ya les dí mi respuesta, ahora les doy ejemplo para hacerlo más digerible: Andrés Barreto. Él es el genio colombiano que creó Grooveshark, la plataforma gratuita de música online más importante del mundo. Un tipazo. Inteligentísimo y joven, ejemplar si ustedes quieren. Hace unas semanas, todos los medios aquí se volcaron a entrevistarlo por que era un tema 'vendedorsísimo': "El creador de Grooveshark es colombiano", esa era la noticia. Como si triunfar en lo que uno hace con gusto, talento y empeño fuera menos extraordinario que nacer por casualidad en este lugar del planeta.

Andrés Barreto ríe desde un piso en el Soho de Nueva York. Dentro de unas semanas empezará a cobrar por el uso de su invento y ni siquiera las direcciones IP generadas en Colombia se salvarán de ese cobro, en cambio, los colombianos lo vamos a hacer más millonario. ¿Por qué? Porque el tipo sabe algo fundamental: de nada sirve ser o no ser colombiano.

Es muy simple: entre menos uno sea, mejor. Este lugar es muy grande para ser tanto, yo por ejemplo me considero más bogotano que colombiano y eso, desde luego, tampoco sirve para nada.

Andrés Guevara Borges
En Twitter. @palabraseca

martes, 24 de abril de 2012

El guerrillero, el soldado y el juez


Un buen día todos terminamos entendiendo, a la fuerza, principios tan fundamentales como la economía y la justicia. Ni siquiera necesitamos manejar un negocio, tener un capital o ser abogados, no se trata de dinero, números ni códigos, para dominarlas basta con saber cuánto es mucho y cuánto es nada.

Mire a su alrededor y se dará cuenta de que pocos viven en la economía. Y menos en la justicia. Repito, no es dinero, sino administración eficaz y razonable de los bienes. Ni son leyes, sino la virtud que inclina a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece: la vida misma de cada cual. 

Cuarenta años. Esa es la condena que un juez les aplicó esta semana a un teniente y dos soldados de la Brigada 16 del Ejército de Colombia. En el 2007, los uniformados capturaron, amarraron y asesinaron a Carlos Mesías Guevara, alias 'Boquinche', un peligroso guerrillero del ELN especialista en sembrar minas antipersonal, experto además en burlarse de sus víctimas después de cobrarlas como presas de caza. Se regocijaba públicamente de los trozos de hombres, mujeres y niños que colgaban de los árboles tras pisar sus infames trampas.

Hacer poco -que es hacer lo justo-, por ejemplo, es uno de los movimientos más audaces y a la vez más cuestionados en el ser humano. Nadie está tan lejos de la economía y de la justicia que quien hace mucho o quien no hace nada. Pero no, “cada gran cosa necesita de cada gran esfuerzo. A grandes problemas, grandes soluciones”, es lo que nos enseñan. Es como si hacer lo suficiente ya no fuera suficiente, se señala como mediocre lo justo y como justo lo exacerbado.

Luego de asesinarlo en un ritual de fusilamiento en Labranzagrande, Boyacá, los militares presentaron el cuerpo de ‘Boquinche’ como muerto en combate, en Pajarito, un pueblo aledaño. El juez decidió que si bien el criminal “tenía orden de captura, lo lógico era aprehenderlo, pero no quitarle la vida de la forma como lo hicieron": mediante una ejecución.

Nadie en el recinto interrumpió a ese juez para preguntarle qué cosa es “lo lógico”. Él mismo hubiera condenado como mucho a 20 años a ese mismo guerrillero en caso de que los militares hubieran hecho “lo lógico”; él mismo hubiera pedido una condena mayor si su hija hubiera pisado una mina de alias ‘Boquinche’, sería “lo lógico”; tal vez él mismo hubiera disparado ese fusil a quemarropa, afligido por la humillación, hacia ese guerrillero que alardeaba de sus víctimas y de sus mutilaciones. Es “lo más lógico”.

Estas cosas suceden porque a quienes les gusta hacer mucho tienden a hacer cada cosa en demasía. No hablan para solo para su interlocutor, no están contentos con lo bastante, no sacian nunca su placer, no lanzan una gran-buena-piedra sino toda la arena que quepa en las manos.

El guerrillero, el soldado y el juez, cada uno en su papel, son el ejemplo atroz de lo poco que sabemos y queremos saber de economía y justicia. Somos seres que vivimos vendiendo mucho sobre lo que somos, enviando mensajes y causando impresiones erradas, confusas, buenas y malas. Coleccionamos amigos y enemigos, es nuestro hobbie, bramamos carcajadas y compartimos nuestro llanto con todos por igual. Todo amamos, todo odiamos, de todo opinamos y de todo sabemos. Todo queremos y todo compramos y para conseguirlo todo hacemos, mucho hacemos, pero en la intimidad nuestro mismo silencio nos incomoda.

Pero veníamos hablando de economía así que debe haber un balance. Pues bien: El ELN hizo mucho más de lo necesario minando -literalmente- su otrora ideal político. El guerrillero hizo mucho más de lo necesario burlándose de las víctimas aún sin ser ese su trabajo. Los militares hicieron mucho más de lo necesario ejecutando a una escoria para validar un ‘falso positivo’. Y el juez, como si el absurdo fuera una ley natural de la que nadie escapa, condenó a los militares a cuarenta años de cárcel en medio de un amor enfermizo por los códigos.

 Todo mal. Alguna vez dije aquí que el tacaño no lo sería si supiera el alto precio que paga por tener ese defecto. Bueno, esta noticia no existió para los medios, muy tímidamente se mencionó y nunca se comentó sobre ella, es más, usted probablemente se acaba de enterar. Un hecho que fácilmente hubiera merecido foros, debates abiertos en el congreso y hasta una cátedra universitaria, pasó desapercibido. Pero qué más da, con el tacaño pasa lo que con el derrochador: no tiene idea de cuánto se pierde.

Como decía, no hay que saber de números sino de magnitudes. Nada parece más eficaz y razonable que el silencio, el sentido común, la introversión, los sentimientos y pensamientos en forma de pulpa, lo poco, la lógica, la intuición, la simpleza y, al fin, la economía y la justicia. Este texto, por ejemplo, ya arrojó un subtotal, por eso mejor me detengo para economizar palabras, hasta aquí fue justo, en este punto me siento bien, no se sabe si escribí mucho o no escribí nada.

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca

lunes, 16 de abril de 2012

Carta de Piermario Morosini † a Teófilo Gutiérrez



“Hola, Teo...

Te saluda Piermario Morosini, decidí escribirte porque estuve pensando y encontré que tenemos algo muy importante en común, algo que hoy solo los dos podemos experimentar, algo que debo hacerte saber.

Somos jóvenes, tú eres mayor que yo por apenas unos meses, en eso nos parecemos, y ambos saboreamos muy temprano la gloria y el reconocimiento por escoger un trabajo que además es nuestra más grande pasión: jugar al fútbol. Pero no, no es eso a lo que me refiero, querido Teo.

Tampoco estoy hablando del fin de semana pasado, cuando ambos fuimos portada en los diarios deportivos más importantes de varios países. Cumplimos el sueño de cualquier chico que por primera vez patea un balón, pero no, tampoco es eso, muchos otros también han pasado por allí.

Otros dirán que los dos debutamos en primera en el 2006, tú para el Junior, yo para el Udinese. ¿Casualidad? Sí, o no sé, lo cierto es que sabemos que para llegar tuvimos que empezar, como tantos, peleando nuestro lugar en el equipo más humilde de nuestra tierra, de ceros, lejos de los vanidosos torneos profesionales, de las cámaras, de los periodistas y empresarios: tú en el Barranquilla F.C., yo en el achicado Atalanta de Bérgamo. Es la historia de muchos como nosotros, de eso tampoco quiero hablarte.

Soy centrocampista y en mi posición casi siempre los técnicos buscan hombres de experiencia, así que fui relegado en el Udinese, el club que me vio y me compró. Ese equipo que me llevaba a primera luego me cedió a segunda: pasé por el Bolonia, el Vicenza, la Reggina, el Pádova y finalmente el Livorno.

Pero tú, Teo, qué diferente ha sido la vida contigo. Aunque el Junior te proscribió a la suplencia por varios meses, eres delantero y en tu posición casi siempre los técnicos buscan hombres jóvenes, rápidos y con hambre, te dieron constancia y en dos temporadas pudiste demostrar tu calibre: fuiste goleador con prominencia, a ti llegaron los micrófonos, las cámaras, la fama.

¿Qué será entonces, Teo, eso que tenemos en común? Al igual que tú, yo también jugué para mi país, Italia. Pero no es eso, mira cuán distintos somos: tú jugaste en la selección absoluta, marcaste goles e incluso haciéndote expulsar volvías a ser convocado al cumplir la sanción. ¿Yo?, yo jugaba en las categorías menores y apenas alguien, que se había detenido en mi trabajo, quiso llevarme poco a poco a la gloria de debutar en la azzurri junto a los grandes: Del Piero, Buffón, Cannavaro, Pirlo, Gatusso, Zambrota, Totti, campeones mundiales. Pero no llegué. Tú enfrentaste a estos y a otros más grandes, yo esperaba, Teo, lo que a ti te llegó en un abrir y cerrar de ojos.

Con tus goles vino la posibilidad de jugar fuera de tu país. Fuiste a Turquía y no te acoplaste, te peleabas y querías volver porque extrañabas tu familia, los consejos sabios que más atiendes: los de tu padre. En eso nos parecemos, ¿sabes?, yo extraño a mis padres y a mi hermano, ellos murieron cuando yo estaba muy joven y nunca pude tomar un avión para verlos, para que me vieran. Pasé por tantos equipos que nunca eché raíces, siempre fui prescindible, nunca pertenecí. Y tuve que seguir sin ellos, Teo. Nos parecemos en eso, digo, pero no es lo que me tiene pensando.

Si te detienes a ver, tuviste todo lo que yo quise. Tuviste en tus manos a Racing: una de muchas oportunidades. Qué lindo hubiera sido ser el ídolo de cientos de miles en los estadios, que una hinchada entera coreara mi nombre como el tuyo, que me pidieran, que me dibujaran un trapo, darme trompadas con un compañero el miércoles y salir titular el domingo, ser expulsado varias veces por tonterías y otra vez, una y otra vez, ser convocado. Y recibir el apoyo irrestricto de una institución, tener una barra, un representante y un padre que terciaran por mí. Pero eso es mucho pedir, no soy una estrella como tú, solo soy un obrero. Para mí, simplemente, qué lindo hubiera sido una segunda oportunidad.

Mira, Teo, cómo son las cosas: la única vez que salí de la cancha en medio de una estruendosa ovación fue, de hecho, la última vez. Quién iba a pensar que estas historias, la tuya y la mía, se vinieran a unir cuando nos jugábamos, sin saberlo, la fecha más importante. Sí, ambos dejamos a nuestro equipo con diez. Y sí, ambos salimos de la cancha con la insufrible zozobra de no saber nuestro destino. Sí, eso lo vivimos, pero es en otra cosa que estuve pensando, por lo que me decidí a escribirte esta carta, porque tenemos en común algo mucho más importante, algo que solo los dos podemos experimentar y que debía hacerte saber: nuestro corazón falló, nuestro cerebro no respondió. Estamos muertos”.

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca

*Publicado en el portal Kien & Ke: http://bit.ly/HODDlR y en Futbolete.com http://bit.ly/HR0jDY

martes, 10 de abril de 2012

‘Aritmética’


Para muchos es sencillo sumar, restar, multiplicar y dividir. Incluso en las cosas cotidianas hay gente que escarba, que pone aquí, sube allá, lleva una, lleva tres, éste le presta a aquel, ocho por siete: cincuenta y cuatro. Son brillantes. Mi papá, por ejemplo, en las facturas de un almuerzo para dieciocho, es de los que encuentran una arepa que nadie pidió o una limonada que nadie se tomó. Prodigios matemáticos. Genios. Otros calculan los días, los meses y los años de los bebés sin mirarse los dedos de la mano. Y otros, más temerarios, responden en un par de segundos cuántos años tiene alguien que nació en marzo de 1967 sin contar “77…87…97…2007…”. No, de un corte:

-¡45 años. Aura Cristina Geithner tiene 45 años!”-

Pero yo no, muchos otros no, hasta los cálculos más simples nos agobian. Esto me pasó hace unos días, a modo de ejemplo:

Fui a la tienda con Beatriz y con un billete de diez mil pesos. A mí me gusta la Coca-Cola regular y a ella la Zero, así que cada uno llevó la suya. Yo la invité. Total: $ 3.500. Al volver a la casa, otros amigos se quejaron, con mucha razón, de nuestra falta de consideración al no llevar gaseosa para todos, y además, pusieron nuestra amistad a toda prueba al manifestar que, casualmente, también tenían hambre.

De inmediato sentí pena de mí mismo, pero no por mi falta de escrúpulos -no hay cosa más enajenable que el apetito de los amigos-, sino por lo que sabía que iba a pasar. Por lo que, efectivamente, después pasó.

Volví a la tienda con otra amiga, Magdalena, y con las vueltas del billete de diez mil: $6.500. Mientras ella escogía pan para perro caliente, salchichas, papas y aderezos, siempre calculando no pasarse de $6.500, yo devolvía las gaseosas personales, le explicaba la situación a la cajera y las cambiaba por una Coca-Cola Zero familiar.

Cuando la cajera vio que mi amiga ponía más y más cosas en el estante su mente se puso en blanco, cuchicheaba para sí misma los precios de cada cosa, cerraba los ojos, se picaba con un lapicito la barbilla, la sien, miraba al cielo, se contaba los dedos, nada le daba resultado.

La miré fijamente. Era una muchacha de no más de 20 años, pecosa como galleta de avena, con brazos rollizos y colorados de poros rojos. La cara amable, espontánea, campesina. El pelo mojado, crespo, grueso y torpemente trenzado. Sus ojos, azules, escondidos entre párpados rosados y voluptuosos. Buscaba en su rostro la paz de quien lleva las cuentas y no esa angustia que recobraba y que crecía en sus gestos con cada producto que Magda ponía en el mostrador. Pero ella (la cajera) me miraba igual, describiendo, tal vez, en su mente, lo peor de mí, haciéndose las mismas preguntas, encontrando irremediablemente, las mismas respuestas. Cuando todo pasó por la caja, la pantalla de la registradora mostró ese bendito número: $13.850.

Yo saqué tímidamente los $6.500 de las vueltas de diez mil y la cajera, con imponencia, los $3.500 que yo le había pagado antes por dos gaseosas. Son diez mil, no alcanzaba. Ella levantó una ceja; yo me rasqué el cuello; ella mordió el lapicito; yo me pasé la mano por la frente y los dos, estupefactos, mirábamos la madeja caótica que habíamos construido. Magda se percató, soltó una risa quejona y comenzó a hablar en lenguas.

     -No. Yo hice mis cuentas…Creo que me pasé por $350. Esto con esto, lo que compró, con lo que pagó y lo que está comprando, ahí está completo, esto vale tanto, más esto, menos esto, por esto, dividido esto y -esto da esto. No se complique. Déle esto y que le devuelva aquello…-dijo.

La cajera y yo, cómplices de nuestra vergonzosa inoperancia, nos miramos confundidos como queriendo soltar una risa, pero también achicamos los ojos tratando de descifrar una pizca de maldad en las pupilas del otro, como resignándonos a resolver el lío mediante la intuición, tal vez un pálpito, una gota de sudor resbalando por la sien, o un hondo trago de saliva, unos labios mordidos, un descuido fisiomoral, ¡Ah!...quién necesita de aritmética cuando nace con corazón…

     -¡Jajajajaja!, ¡no sea huevón Andrés!-, interrumpió Magda, justo cuando la cajera y yo estábamos al filo de la telepatía. -¡Oigan! –siguió, con tonito cada vez más arrogante- esta es la solución: Niña, déle usted el billete de diez mil pesos a él. Y usted, huevón, se va a hacer tumbar, mejor sálgase y vuelva a entrar a la tienda, coja su billetico de diez, salude y empiece de cero-.

Todos nos reímos con ella, incluso otros clientes que estaban ahí, su reacción fue especialmente cómica y la situación en sí misma también lo era. Pero cuando la cajera y yo tomamos aire para seguir riendo ya no hubo más risa, volvimos a los cálculos, a la telepatía, a lo recóndito, al hipertexto, a la utopía, evaluamos nuestros puntos débiles, nuestros poderes: “no podía ser que debía salir y volver a entrar”, concluíamos ambos, íntimamente, en ese lenguaje que recién habíamos creado.

Tomamos otro impulso, nos miramos nuevamente, más tenaces, y en ese choque mágico de energías de ‘ojito quemado’ terminamos volteando hacia Magda, esta vez con profunda resignación, como haciendo aún más estoica y definitiva su próxima intervención. Magda estuvo a la altura, ella sabía que así lo hubiera dicho de broma, yo soy pésimo con los números e iba a terminar saliendo y volviendo a entrar como lo sugería:

     -¡Ay Andrés! Como yo sé que usted viene solo con diez mil pesos, aquí tiene $350, lo espero en la casa con las mismas vainas que pasamos por esa caja-.

Ambos, cajera y yo, vimos partir a Magda mientras celebraba entre dientes su fortuna por haber visto al absurdo directo a la cara, a nosotros, dos titanes impenetrables batidos por la más justa de las guerras en el más injusto de los escenarios. Magdalena iba con una sonrisa descuajada y compasiva, mirando al piso, ansiosa, supongo yo, por contarle a los demás eso que aquí, en la casa, nos hace carcajear a todos entre mordisco y mordisco hasta desbaratar el perro, hasta taparnos la boca con la mano, hasta el ahogo, hasta pedir gaseosa. Lo más probable es que muramos ahogados, porque volví de la tienda sin gaseosa.

Andrés Guevara Borges
@palabraseca

Usted y cuántos más

También entre el cajón