Si algo admiraba hasta ayer del hincha promedio de Santa Fe era su fabulosa relación con el fracaso. Debe ser muy lindo, pensaba yo, nunca haber visto campeón al equipo de uno y sin embargo ponerse la camiseta, ir al estadio o seguirlo por TV sin otro fin que el de abrazar una tradición. Es un sentimiento auténtico, volví a pensar. Pero ayer ganaron y, no sé, se me antoja que fue más lo que perdieron: la mística.
Es raro ver a esos hinchas en el triunfo. Con risa nerviosa de campeón, teniendo que estar "en las buenas" sin la dignidad y abnegación de estar "en las malas". Ni siquiera anoche se les veía disfrutar con comodidad. Durante la premiación no sabían si abrazarse, llorar, gritar, llamar a un hincha de Millonarios o subir fotos a Facebook. Es como si hubieran descubierto lo que otros ya hemos vivido pero que mejor no decimos en voz alta: si uno no jugó en la cancha, ser campeón de la Liga Postobón no es gran cosa.
Santa Fe perdió un tesoro y en el fondo sus hinchas lo saben, sobre todo los más viejos. A la salida del estadio pasaban engarrotados de frío, se acomodaban la bufanda para sonreír a las cámaras y con esfuerzo se abrían las chompas para besar el escudo. Gritaban "¡Santa Fe, Santa Fe, Santcofff!", tosían y caminaban apuradito, pensaban si coger taxi o Transmilenio. No se hallaban. Finalmente, los más viejos, insisto, se fueron a celebrar a la casa porque qué raro es celebrar, porque qué pereza es ser campeón.
Durante el partido, el hincha de Santa Fe que más conozco, mi papá, fue ejemplo vivo de lo que estoy diciendo. Descontando que sufrió todo el partido, cuando por fin Santa Fe marcó él se enfrascó en una absurda discusión con mi mámá sobre si Copete cabeceó o pechó la pelota. A tres minutos del final renegaba desesperado por la falta puntería de Ómar Pérez para meter el segundo gol (que nunca necesitó). Tras el pitazo final se enojó porque vio a Edwin Cardona buscándole pelea a un jugador del Pasto, resaltó que "está gordo y aparte no la suelta". Y así, haciendo lo suyo: sufriendo. No hubo éxtasis en su celebración, le picaba. Acarició al perro y le dijo cursi "¡¡campeones!!". Luego se fue a dormir.
Así son y así eran los hinchas de Santa Fe. Como Pacheco, Daniel Samper, Amparo Grisales, Yamit Amad, auténticos y divertidos papanatas. Pero hoy no, ya no es lo mismo de antes. Tantos años de espera no son en vano. Esos hinchas, ayer, disfrazaron de mesura la incomodidad y el vacío que les vuelve a producir el éxito. Saben en el fondo quepertenecen al grupito de cinco mil que, gane o pierda, nunca falta en el Campín. Tantos años de espera no son en vano. Hinchas viejos, como él, disfrazaron de mesura la incomodidad y el vacío que les vuelve a producir el éxito.
Anoche Santa Fe perdió la mística, esa que lo diferenciaba de odiosos equipos como el mío. Ahora tendrán hinchas arrogantes como yo, de esos que echamos en cara campeonatos de hace décadas, de los que hacemos sacar jugadores extranjeros, de los que no creemos en los procesos ni esperamos a la cantera, de los que chiflamos cuando el equipo toca hacia atrás. Hinchas nefastos, como yo, sea de América, Millonarios o Nacional.
El día después de ser campeón es el más duro, hoy el hincha de Santa Fe lo sabe. Esperar 37 años (o uno) por la alegría de ganar un campeonato y luego sentir que no era para tanto, ver como esa emoción decrece a medida que pasa la borrachera de triunfo. Darse cuenta de que la ciudad no necesita una estrella en el escudo del equipo sino en la alcaldía, no un representante en la Copa Libertadores sino vías, empleo, seguridad y sol.
Con Santa Fe recordé la famosa victoria pírrica, donde queda más daño en el vencedor que en el vencido. Ganó un título merecidísimo, perdió la mística y la extática. No hay nada más relativo que el éxito y Santa Fe ya empezó a padecer esa maldición. O sino pregúntele a los pelados que se mataron por celebrar encima de un camión. O a la pequeña Santafecita Bareño Rodríguez. Qué pereza volver a ser campeón.
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