lunes, 10 de febrero de 2014

Decirle a un buen tipo que tiene chucha


Jairo Espitia era un buen tipo pero tenía la peor chucha que he olido en mi vida. Lo mismo decían todos en la oficina, sobre todo por la tarde, y sobre todo las mujeres, que huelen más y mejor.

Cuando no teníamos de qué hablar hablábamos del hedor en las axilas de Jairo Espitia. Todos, como en una terapia de grupo, teníamos algo que decir. Se tocaba tanto el tema que incluso lo estirábamos hasta la hora de almuerzo, cada vez con menos asco, cada vez con más crueldad.

Los hombres le apostábamos a adivinar el día de baño de Jairo Espitia. Unos le íbamos al sábado por la mañana y otros al domingo por la noche, ninguno ponía en duda que era solo un día a la semana. Así de fuerte le chillaba la ardilla al pobre de Jairo Espitia.

Las mujeres, en cambio, no se ponían de acuerdo sobre cuál olfateaba mejor el sudor de Jairo Espitia. Una decía puerro, otra cebolla, otra ají de árbol y otra cilantro. Luego que no, que ajo, que cábano, que chistorra o coliflor.

Había tantas cosas que contar sobre el sobaco de Jairo Espitia casi no se trabajaba. Cuando no eran burlas eran hipótesis y cuando no eran hipótesis, preguntas. ¿Alguna vez olió bien? ¿Estará enfermo? ¿Nadie le habrá dicho? ¿Será hormonal? ¿Cómo un ser humano puede oler tan mal? ¿No se olerá él mismo? ¿O se huele y no le importa lo que pensemos?

Pero Jairo Espitia era un tipazo y nadie se creía capaz de decírselo en la cara, ni siquiera los que jurábamos que, estando en su lugar, agradeceríamos un poquito de sinceridad.

Pensamos en todo: mandar al practicante, pegarle una nota en la espalda, crear un Facebook de Rexona y enviarle un poke, dejarle un desodorante en el puesto, adelantar dos meses el Amigo Secreto y darle un bono de La Riviera, poner de intermediario a algún familiar suyo e incluso "escalar" la situación a Recursos Humanos. Todo, pero no, no había manera. Nadie se le medía. ¿Cómo irá a reaccionar un ser como Jairo Espitia?. Seguro fallamos, seguro nos pilla y seguro deja de ser el tipazo que siempre ha sido.

¿El olor? Cada vez más penetrante, más lacrimógeno. Al parecer nuestro cuchicheo y el aire acondicionado se habían encargado de regar el chisme a las oficinas contiguas y, pronto, a todo el edificio. En apenas unos días vimos a cada empleado de la empresa pasar hasta el escritorio de Jairo Espitia para hablar con él de cualquier cosa, para comprobar el rumor -el humor- con sus propias narices. Desfilaban calladitos. Unos se iban sonriendo y otros más bien con cara de náusea. Pobre de Jairo Espitia.

Una tarde finalmente se saldó la situación. Jairo Espitia me llamó a la extensión y me dijo muy serio que necesitaba contarme algo importante, que solo me quitaba un momentico.

Tomé aire... Entré a su oficina y sin ningún preámbulo Jairo Espitia me confesó que desde hacía varias semanas nos venía vigilando a todos los empleados. Solté el aire. Que instaló en secreto un WorkMeter para medir la productividad y había encontrado que diecisiete empleados estábamos muy lejos del rango. Que con eso bastaba para terminarme el contrato sin indemnización, liquidación ni prestaciones. Que agradecía mis servicios pero que la larga era más rentable contratar practicantes. Que devolviera el carnet en la oficina de Personal, que me deseaba mucha suerte en la vida y que si yo no tenía más que agregar le cerrara la puerta al salir.

Quedará para las estadísticas de productividad que esa semana, en total, diecisiete empleados de Jairo Espitia & Asociados encontramos sin esfuerzo las palabras para decirle a nuestro jefe que no era ningún buen tipo y que tenía la peor chucha que habíamos olido en nuestras vidas.


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martes, 28 de enero de 2014

Subtítulos


Con Beatriz ya nos habíamos reído de las agallas y, por qué no, de la imaginación de los españoles cuando traducen –por llamarlo de alguna manera- títulos y doblan películas en otros idiomas. Pensábamos que, además de la fiebre por españolizar, hacían falta varias jarras de café para cambiar a ‘Beverly Hill’s Ninja’ por ‘La Salchicha Peleona’, ‘Fast & Furious’ por ‘A todo gas’, ‘Eternal Sunshine of The Spotless mind’ por ‘¡Olvídate de mí!’ o, nuestro favorito, ‘Knight And Day’ por ‘Noche y Día’.

Lo que no nos causaba gracia era ver que aquí en Madrid, encima, las funciones de cine en Versión Original Subtitulada (V.O.S.) apenas existen. Sucede -o parece- que los españoles se habituaron a inculcar la protección casi maníaca del bonito idioma en el que se escribe este texto. Notamos también que ni nuestro Español de América estaba a salvo, por eso “Beto y Enrique” aquí se llaman “Epi y Blas” y conocen como “Rana Gustavo” a nuestra “Rana René”.

Hacía varias semanas que quería sellar algo más que la risa con Beatriz invitándola a ver una película de la que todos hablen, pero aquí en Madrid, como decía, el cine de Hollywood es doblado y, cuánto peor, ceceado. El que yo veía en Bogotá y el que ella veía en Guadalajara, con audio original subtitulado, en esta ciudad es marginal, impopular y caro. Solo hay un par de cinemas y un par de funciones en un par de días de la semana. Con suerte va el muchacho que cobra por rodar el proyector.

Duré un tiempo tratando de pescar algunas de esas funciones clandestinas en Cines Renoir de calle Princesa: ‘Doce Años de Esclavitud’, ‘Los Juegos Del Hambre II’, alguna sopa de acción y alguna comedia independiente gringa, que ni tan independiente ni tan cómica. Y horarios insólitos de 23:50, o 00:15 o 00:50.

Decidí invitar a Beatriz la noche antes de su cumpleaños, en la semana que regresaba a Guadalajara. Dos entradas por 18 para la primera función de ‘Doce Años de Esclavitud - Versión Original Subtitulada’, en la sala 3: un teatrito estrecho y largo al que entramos como quien entra a un baño desconocido.

Mientras Beatriz buscaba una posición imposible entre su butaca yo hacía cálculos mentales, diálogos y soliloquios:

«Saldríamos del cine al invierno de las tres de la mañana; y a esa hora…taxi a mi casa. Cuánto: 10, 15 . Y ella debe tener hambre. Pero qué comemos. El señor de las chucherías debe estar, faltaba más, durmiendo en su casa… Bah, qué importa. Estoy con ella en un estreno subtitulado. Sabe un poquito a victoria. Al diablo el Español castizo. Quién sabe, de pronto hoy oímos cosas magníficas, música blues, groserías genuinas, alguna línea memorable de Brad Pitt. O acentos extraños de los suburbios de Washington, o de las plantaciones de Louisiana…

…Qué importa Madrid. Y esta vieja salita de mierda, y el frío de afuera, y la plata, y la hora, y el taxi, y las chucherías para matar el hambre. 00:03…Feliz cumpleaños, Beatriz»

Nos besamos largo y una sola vez. ¡Shh! … empieza la película. Música… ¿violines?, puede ser… ¡Juiizzt! ¡Juiizzt! Latigazos. Eso son, se oyen clarito. Y llanto. Es un esclavo al borde de la inconciencia. Pasa saliva, clama, le grita a su amo y maldice de dolor con apenas sorbos de aire pero en nítido Inglés. 

Primer subtítulo: «¡Me cago en la hostia! ¡Os ruego clemencia, vuestra merced! ¡Piedad, coño!»

Huimos tan rápido de la sala del Renoir de Princesa que casi dejamos olvidados la rabia y el escarmiento. Caminamos ligero hacia el metro de Ópera y esperamos la última ruta desvanecidos en una banca. Callados. Tratamos de reírnos y no pudimos. Solo nos miramos y ya.

Beatriz volvió a Guadalajara y me gusta pensar que en esa espera sin hablar hasta nos volvimos a besar, hasta nos dijimos esas cursilerías que se dicen en las despedidas. Que si las miradas son un idioma nosotros nos pusimos los mismos subtítulos.


Andrés G. Borges
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De la serie 'Español de España'
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sábado, 18 de enero de 2014

Español de España


Al idioma Español hay que quererlo harto pero no tanto, no como para casarse con él o prometerle fidelidad. Más bien quererlo como a un buen amigo, uno al que le cuesta socializar por sus múltiples estados de ánimo.

Se sabe que aquí en España lo quieren mucho. Cada que una expresión de otra lengua se vuelve de uso común la bañan a baldados con Español castizo, y no solo en los mundos fabulosos del arte, que ya es imperdonable, sino también en los asuntos más terciarios de la vida cotidiana.

En fin, puede no ser un capricho sentimental o un enjuague de la RAE. Escritores reputados de otras tierras, que alguna vez se establecieron aquí en la península, ya explicaron el amor ciego de los españoles por el Español mucho mejor que yo: 

S. Maugham, por ejemplo, que era francés, se fue diciendo que «la mayor obra literaria de los españoles no era El Quijote sino el diccionario». O Guillermo Cabrera Infante, cubano -después nacionalizado británico- estudioso del idioma, cuando recordó en su columna de El País, allá en 1987, algo que olvidamos de nuestra viva lengua muerta: «El Español es demasiado importante para dejarlo en manos de los españoles».

Todo esto para decir que de ese Español mezquino ya tengo historias aquí en Madrid. Alguna ya está a medio escribir. En estos días la posteo.

Andrés G. Borges

jueves, 18 de julio de 2013

El armario


Uno llega a aprenderse de memoria grandes historias sin recordar buenamente quién las contó. Tan memorables son que aunque por el camino se pierdan trozos, voces y detalles, uno sabe que al final aparecerán intactas. Es un ejercicio como cualquier otro, como hurgarse el ombligo hasta pescar una mota. 
Si la versión final es cierta o no, dejemóselo a los biógrafos...

Cristina estaba agobiada por los celos de Marlon, su esposo. Celos enfermizos que a ambos les había costado mocos, lágrimas y loza rota en pedazos.


El hombre era inmamable entre otras cosas porque trabajaba todo el día, en cambio la esposa permanecía todo el día sola y desatendida. Normal. 
Él no tenía motivos para celarla, excepto porque Cristina estaba muy buena y todos los tipos en el barrio la desvestían con la mirada. Pero no, qué pelada tan seria.

Marlon era narciso, misógino y nadaba -se ahogaba- en su propia vanidad. No aceptaba que ella tuviera amigos y mucho menos que fueran más atractivos que él. 
Y ella, noble y abnegada, accedía. A Cristina le preocupaba tanto verse fiel que casi rayaba en lo pendeja, no salía para que Marlon no fuera a pensar mal y hasta se propuso, para refrigerar la relación, doblarse en mimos y consentimiento.

Pero ni así Marlon confiaba. No. Un día salió como siempre a trabajar con la idea de escaparse temprano para ver en qué andaba Cristina mientras él no estaba. 
Resultó que ella, ese mismo día y en su afán de curarle los celos esquizoides a "Marliton", quiso ganarse puntos con él arreglándole toda la ropa del clóset. Por cierto, estupenda decisión.

En el mete y saca, el cuelgue y descuelgue y el abra y cierre, el armario de Marlon se fue descuajando poco a poco hasta que se derrumbó como un castillo de naipes frente a los ojos de Cristina. Jueputa. Llorar...


Pero es temprano y Marlon no regresa hasta las 6pm, así que la mujer decidió llamar al Don Edwin, el vecino más amable y por cierto menos coqueto para pedirle ayuda. Era también el vecino más feo, por si las moscas.


Manos a la obra. Don Edwin como pudo ajustó aquí, golpeó allá, empató aquí, apretó allá y ya, quedó en pie el armario. Pero cuando se iba yendo la mala suerte iba entrando. Afuera, un 
Transmilenio que cruzaba la calle a toda velocidad hizo vibrar las paredes y balancear el piso del pequeño apartamento. Pum, se cayó el armario.

Cistina y Don Edwin se miraron como queriendo reirse. Nuevamente el vecino, como pudo, volvió al cuarto a ajustar aquí, golpear allá, empatar aquí, apretar allá y ya, otra vez quedó en pie el armario. Don Edwin que se despide de Cristina y 
esta vez el piso latió como el vientre de un hipopótamo. Otro Transmilenio cruzó y puso a tiritar el lugar. Pum: de nuevo al piso el armario.

Esta vez, en la puerta, ambos blanquearon los ojos. Resignado, Don Edwin volvió y como pudo volvió a tratar de poner en pie el bendito mueble mientras Cristina, resignada también ante el fallido intento de ordenarle la ropa a Marlon, trató de meterla en los cajones ahora sin ningún esmero.


Don Edwin era feo pero ningún bobo. Estaba decidido a comprobar dónde estaba el problema y no vio mejor solución que encerrarse con paciencia en el ropero aguardando que pasara otro bus, para ver por qué una simple vibración hacía caer el jodido armario.


Se oye la puerta de la entrada. 
«¡Con quién estaba hablando maldita! ¡Dónde está su amante, no lo esconda!».

Marlon había llegado y parecía un toro suelto por la casa. Botaba babas y todo. No encontró nada, pero fue agotando poco a poco los más famosos escondites de los amantes: debajo de la cama, detrás de las cortinas, en los cielorrasos del baño... Nada.

Y sí, faltaba uno, el lugar más obvio, su guardarropa modular de dos metros:
 abrió el armario, el bendito armario:

«
¿Usted, hijueputa? ¿Usted es el que se está comiendo a mi esposa? ¿Y usted, Cristina, con este cucho horroroso? ¡Yo sabía! ¡Malditos los dos! ¡Díganme la verdad! ¡Confiesen pero ya! ¡Me explican esto o los quemo aquí mismo!».

Don Edwin, aún entre los vestidos y los pantalones de Marlon, ni muy acurrucado ni muy erguido, con los nervios hechos trizas y ya todo transpirado, tuvo poco tiempo para saber qué pasaba y mucho menos para saber qué decir. Acorralado, se jugó su única y última carta: contarle a Marlon la verdad...


«
Vecino, usted no me lo va a creer. Estoy acá metido esperando el Transmilenio
».

Andrés Guevara Borges

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lunes, 17 de junio de 2013

Despedirse bien


Cada dos semanas hago el turno de la noche en el periódico. El trabajo empieza a las tres de la tarde y va hasta el filo de la media noche. La hora de dormir, como un reflejo, va de tres de la mañana hasta casi el medio día. Son cinco 'días' raros en los que a mi organismo se le averían las bobinas y el termostato. Siento hambre y sed a horas insólitas, las cobijas me sofocan, la cama me pide sentarme y la silla de la oficina acostarme. Ese guayabo de maldormir se manifiesta con una presión en el pecho, pero también en el entrecejo. Se siente como si la nariz pesara más que la cabeza. Y hay más dolencias, pero otro síntoma del bed-lag, como de cualquier borrachera, es que a uno se le olvidan las cosas.


Esa semana -de lunes a viernes- soy además un ausente, una linea punteada en mi casa. Cuando llego a la una de la mañana mis papás están tan profundos que en al día siguente no recuerdan que los saludé a cada uno con un beso en la frente. Y temprano en la mañana, cuando ellos madrugan a irse, yo estoy tan dormido que no recuerdo el que me dieron para despedirse. 

Desayuno a las dos de la tarde y el almuerzo, que mi mamá deja preparado bajo ese estatus, me lo como frío a las dos de la madrugada. En unos meses me iré de la casa, muy lejos, y pienso mucho que mi tiempo ahí vale oro, pero cada dos semanas vivimos en husos horarios distintos con mis papás, hablamos poquito, no nos despedimos. O nos despedimos mal. Recuerdo que un sábado, tras una de esas semanas, me levanté y todavía restregándome los ojos les dije «¡Oigan! No nos veíamos desde el domingo».

El viernes pasado antes de media noche, al final de esa semana aplastadora, tal vez producto del hastío, la sed y el hambre que me producía, me animé a salir a tomar con tres compañeros de la oficina que compartían el mismo turno y los mismos síntomas. Quedé con ellos de llegar a donde sea que fueran y a la hora que me propusieran, pero debía ir primero a mi casa para dejar el carro y el morral. Nuestro encuentro, haciendo cuentas, tendría lugar hacia las dos de la mañana, así que ninguno me creyó, pero yo estaba decidido a ir. A sacudirme esa semana nefasta con trago y música, como casi nunca hago.

Abrí pasito la puerta de la casa y por primera vez en esas cinco noches mi mamá no solo estaba despierta, sino levantada y aún vestida de diario. Estaba terminando de comerse una pasta para microondas. La saludé, le pregunté por qué la encontraba así, tiré el morral y mientras me lavaba la cara para espabilarme me dijo que acababa de llegar de una despedida con Ana Irene, Nancy Aponte y Gladys Gallego, amigas suyas de toda la vida. 

Yo ya me cepillaba los dientes y me preguntó si es que pensaba salir tan tarde. «No salgas, Andrés, son casi las dos. Qué te vas a ir a esta hora. Descansa». Durante un momento me extrañó que lo dijera porque ella nunca lo hace, pero tenía la boca tan llena de dentífrico que preferí no interpelar. Tomé con afán los papeles, la plata, las llaves y le di un beso mal puesto que fue a dar casi en su oreja. Ella me tomó de la mano y con un gesto quiso hacer otro intento para que no me fuera. Cuando vio que era inútil, me dijo que más tarde le avisará que iba a estar bien porque si no no podía dormirse. «Sí, dale», fue lo último que le dije.

En el taxi, camino hacia el bar, con la mente inquieta, obligada por la falta de pensamientos y acción, recordé esa rara despedida con vergüenza, primero, y luego con pánico. «Esta maldita ciudad es muy peligrosa... Qué tal mi mamá haya presagiado algo... O qué tal le pase algo a ella mientras duerme, por haber comido tan tarde, como al primo del hermano de fulano...¿Y si eso fue lo último que le dije a mi mamá?... Y este hijueputa va a 100 por hora, si el man se llega a estrellar yo salgo volando a la mierda. Dónde se abrocha este hijueputa cinturón»

Por poco creyente que uno se sienta hay que saber que todos tenemos un dios cubriendo el segundo palo, a quien invocamos, así sea durante un parpadeo, cuando queremos agotar todas las instancias de la fe. Bueno, puede que haya acudido a uno o a varios a bordo de ese taxi endemoniado, pero en ese momento los dioses no estaban ahí conmigo, sino en mi casa, sin yo saberlo, asaltados por preguntas de mi mamá.

«Usted es mucho patriota. A mí me llaman para salir a media noche y no me sacan ni a patadas», me recibió con nítido acento pereirano uno de los de la oficina. Entonces pensé de nuevo en mi mamá. La llamé. No contestó. Pensé que era normal, eran casi las tres de la mañana. Le iba a dejar un mensaje de voz pero en el escándalo no oía ni mi propia voz. Entre los mariachis, el aguardiente, el humo y la comida se extendió la noche a la madrugada y la madrugada al día. Me fui cuando los bolsillos y el cuerpo no dieron más, me zumbaban los oídos. Pensaba que dormiría todo el día, que sería un sábado corto. Nada de eso.

Eran las ocho de la mañana pasadas. Estaba oloroso, mareado y exhausto. Otra vez, como en la noche anterior, abrí pasito la puerta y esta vez fue mi papá el que me recibió: con la cara triste, recién bañado y vestido de negro. Miré al pasillo y a la sala y enseguida le pregunté dónde estaba mi mamá. Me volvió el presagio, la vergüenza, el pánico, el parpadeo, la invocación. Dejé de respirar. Él se estaba acomodando el cuello de la camisa y lo suspendió, me vio fijo y puso un gesto de lamento que levantó cada pliegue de su cara, desde la frente hasta la barbilla. Las cejas, los labios...

«Salió temprano para el funeral de Ana Irene. Esta madrugada se murió Ana Irene»... 

Solo un puñado de personas conocía el estado de salud de Ana Irene, de 55 años, la gran amiga de mi mamá. Pocos sabían la gravedad de su cáncer de útero, que en tres meses se extendió a todo el cuerpo. Hermetismo, más que discreción, fue su deseo. Ni siquiera le dio aviso a la tía con la que nunca se reconcilió ni a sus compañeros de trabajo. Ella misma ya había decidido quién iba y quién no iba a ir a su funeral, cuya duración, dejó dicho, no debería ser mayor a un día.


Una semana antes la habían desahuciado y por ello las visitas eran permanentes. Rafael, el esposo, y Cristina, la única hija de los dos, de 20 años, acompañaban a Ana Irene en el turno de la noche, despidiéndose en cada mirada, venciendo al sueño entre el ruido de las enfermeras, los líquidos y los monitores. Mi mamá, Nancy Aponte y Gladys Gallego fueron a visitarla muy tarde aquel viernes. Vieron muy mal a Cristina pero peor a Rafael: era «una despedida», como en efecto dijo mi mamá. 

Ese viernes y madrugada del sábado, mientras yo le decía adiós con afán a mi mamá y ella intentaba en vano convencerme de que no me fuera, mientras renegaba entre aguardientes de mi turno de noche en el periódico, de mi dolor de espalda, Rafael, en el hospital, le pedía a Cristina que bajara a la cafetería a comprar un yoghurt. Que tomara aire un rato y que se diera una vuelta por ahí. 

Ese fue el último deseo que Ana Irene le encomendó en secreto a su esposo: que su hija saliera del cuarto porque quería morirse, descansar, y sentía que «con ella presente no era capaz». Cuando Cristina volvió a la habitación el silencio le dio la noticia: su mamá ya se había despedido.


Andrés Guevara Borges
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jueves, 6 de junio de 2013

La plata sí es todo en la vida



"Mi papá me decía que jugara siempre con el corazón. Y que jugara siempre de delantero: que son los que ganan más dinero". Lo dijo Falcao hace un año en Madrid. Hoy está tomando piña colada en Mónaco y embolsillándose el triple de lo que ganaba cuando pronunció esas palabras.

¿Qué es lo que le debe a Colombia que les da la autoridad a algunos para sollozar rabia por su nuevo equipo? Es un jugador de fútbol y por tanto mercancía, un empleado como usted o como yo. No está traqueteando, ni robando ni contratando con el Estado y, lo más importante, no le estamos pagando el sueldo.

Lo califican de "vendido" y lo juzgan por "haberse ido por la plata" cuando, dicen ellos, "la plata no lo es todo en la vida". Error, error. Si algo nos han enseñado los últimos cuatro siglos es todo lo contrario. ¿Desde cuando el dinero no lo es todo? Mire a su alrededor. El mismo fútbol es un negocio trillonario. Decir eso, siendo francos, es incluso mentir sobre nuestra propia naturaleza.

La plata sí lo es todo, claro que lo es. Repasemos. Cuando Marx dio sin querer la primera clase de Márketing, habló sobre el dinero como medida y patrón de precios ya veía que el oro -la plata, pues- podía representar el precio de casi cualquier cosa, sea "corpórea o intangible". De ahí que un restaurante cobre lo que le dé la gana por un vaso de agua de la llave. De ahí que el empresario de Falcao puede darse el lujo de comprar el 90 por ciento de su pase y feriarlo al mejor postor. De ahí que el jugador no pertenezca a sí mismo sino a un fondo de inversión.

Todo podría calcularse en oro, interpretando a Marx, otra cosa es que es muy aburridor ponerle 'price tags' al amor, a la valentía, al mal genio, a los pensamientos o a las decisiones que uno toma en la vida. Llámese "lo deportivo", "lo profesional" o, en este caso, "lo que le conviene al juego de Falcao". Al final toda esa metafísica se traduce en una "medida general de valores”: dinero contante y sonante. Luego se sabrá si haber amado, haber sido valiente, neurótico,  jugar en el Chelsea o en el Mónaco fue o no fue buen negocio.

Dejemos de negarlo. El dinero es nuestra religión, es la respuesta a todas nuestras preguntas. Saca lo peor de cada uno. Por eso cualquier colombiano que viva en Montecarlo y cobre 14 millones de euros, se dedique a lo que se dedique, va a ser la comidilla de sus compatriotas menos afortunados, es decir, de el resto. Shakira o Sofía Vergara, que le deben poco y nada a esta tierra, a la fuerza ya han aprendido que aquí las esperan muchas envidias que sonrisas. Por eso no vuelven y hacen bien.

El dinero lo es todo y por eso nadie regala nada: hasta las causas más nobles del mundo necesitan billones de dólares porque nadie hace nada gratis. Porque la mejor educación es también la más cara. Porque los seres humanos más brillantes en lo que hacen también tienen que comprar y pagar, porque el mundo implosionó y ya vale más billete que se ha mandado imprimir. Claro que la plata no lo es todo, es lo único.

Hasta acá nos ha traído el dinero y a todos nos pervierte. No hay que avergonzarse ni avergonzar a nadie por ello. Cuántos de nosotros, como Falcao, mandaríamos todo al carajo por 14 millones de euros sin preguntar. Es más, cuántos, si pudiéramos, elegiríamos un trabajo distinto al que tenemos o al que estamos buscando. O cuántos simplemente si pudiéramos dejaríamos de trabajar para dedicarnos a viajar, comer y tirar.

Es la trampa del dinero. Que nos pone a trabajar para ganarlo y comprar con él bienes que no existen, como la felicidad. Yo no sé si Falcao sea más feliz ahora o cuando era un carroloco de 12 años y el papá le decía que "jugara siempre con el corazón". Hoy ya vimos que no le dice eso, en cambio, él mismo lo avaluó en 100 millones de euros y lo puso a sonar para el Real Madrid.

Pero quién es uno para juzgar al uno o al otro, si es que el dinero al fin lo es todo. Nadie por elección quisiera gastarse los 20, 50 o 90 años de su existencia rebuscando, sobreviviendo, soñando despierto. La vida que deseamos, esa que nunca vamos a alcanzar, sea cual sea, cuesta plata y mucha.

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca
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