miércoles, 25 de abril de 2012

¿Para qué sirve ser colombiano?



Yo soy colombiano pero no sé qué significa eso. Diría que llevo una nacionalidad porque nací, crecí, estudié y trabajo y vivo bajo las leyes de aquí, pero no sé, más allá del hecho legal, si ser colombiano, austriaco, congolés o gitano significa realmente algo, o al menos, algo importante.

Cada terrícola debería proponerse la sencilla tarea de pensar como lo haría un extraterrestre. Por sí solo, el hecho de imaginar fronteras conduce a ver cada vez más y más fronteras, a regirse por cada vez más ataduras. Políticas, geográficas, religiosas, morales, culturales, raciales y espirituales, todas.

Si la nacionalidad misma de los personajes más importantes de la historia no es relevante, por qué detenerse en el origen de seres humanos insignificantes como usted o como yo, seamos de donde seamos.

Los más grandes músicos que ha dado Europa como Bethoven, Mozart, Liszt o Strauss fácilmente podrían ser alemanes o austriacos o húngaros. Qué importa. Uno se regodea o se fastidia con su música, pero nada más. Para nadie debería ser pecado confundir el pueblito europeo de sus cuitas, sus historias, ni siquiera sus composiciones. Aquí, en el hombro de Sudamérica, a miles de kilómetros y tras de decenas de años, nadie se está deteniendo a pensar si ellos dejaron en alto el nombre de Alemania, Hungría o del imperio Austriaco. Ninguno de ellos compuso reclamando atención a su bandera, ¿por qué habría de hacerlo otro?

El talento es antipático a las ideas nacionalistas; la falta de talento, no. Pasa mucho, desde el descubrimiento de América hasta el reggaetón. Quiero decir, Cristóbal Colón es italiano aunque pase como español, eso también le sucede a Manu Chao, que no es de España sino francés, como Carlos Gardel, a quien a su vez reclaman Argentina, de donde es realmente Ricardo Montaner, que no nació en Venezuela como Oscar D’León, a quien algunos asocian a algún país del caribe. ¡Qué importa! Desde el Canal de Panamá en adelante todos son lo mismo. Qué importa si son cantantes de salsa, merengue, bogaloo o reggaetón, si son dominicanos, boricuas, 'colones', mayamisenses o neoyorquinos. Francamente da igual.

Todo se ve más simple si hacemos el ejercicio contrario. Uno no piensa en los personajes que admira como seres épicos que llevan a cuestas una bandera que reclama atención. Nunca es así. No es esa imagen que Harold Trompetero prostituye cada que hace un comercial flojo de 90 minutos, que llena de insights populares y que pone en una sala de cine, tratando de decir que es cine. En términos prácticos ser colombiano no es nada. Que le vaya bien a nuestra familia, y mejor si a la ciudad, y mejor si a Colombia, porque es donde está la ciudad, la familia, y uno, pero no me vengan con que 43 millones de desconocidos nos importamos.

¿Para qué sirve ser colombiano? Para nada. Uno debe ver al país como al propio cuerpo. Hay cosas que tenemos y producimos, que sabemos que son feas, asimétricas e imperfectas, otras son asquerosas e impresentables. Hay otras que los demás admiran, sí, pero nadie anda alardeando por tener la nariz pequeña, la piel de durazno o medir 1.85: son cosas que nos dicen desde afuera, que cuando salen de nuestra boca provocan 'mal aliento'.

Ese afán de resaltar todo lo que es colombiano, por el solo hecho de ser colombiano, es lo que lleva a la opinión pública -si es que tal cosas existe o sirve-  a actuar desde la ceguera neuronal, o mejor, desde la imbecilidad.

Con esa fórmula hemos venido creando ídolos de barro como, entre muchos, Alejandro Falla, Camilo Villegas, Juan Pablo Montoya, Hugo Rodallega, Giovanni Moreno, Sofía Vergara o Jhon Leguízamo. 'Compatriotas' que han ganado nada, poco y mucho -en ese orden-, y que por ser colombianos reciben el más inmerecido de los despliegues. No tengo nada contra ellos, si uno los ve como deportistas o actores no están nada mal, pero ese no es su gran talento, su gran talento es convencernos de que merecen pleitesía. La culpa no es de ellos, es nuestra.

¿Por qué no se va? ¿Qué he ganado usted?, me preguntarán los comentaristas que sí sienten que ser colombiano es importante. Pues nada, es la respuesta. No he ganado nada y si alguna vez lo hago no será por ser colombiano, como si fracaso o me vuelvo un delincuente: no tendrá nada que ver con el orgullo de nacer en un país. Si pasa lo primero me pedirán que diga solo cosas buenas de Colombia, que vuelva (porque uno se va), que haga fundaciones y opine sobre política y fútbol, si pasa lo segundo me esconderán y les daré pena. ¿Para qué sirve ser colombiano?

Ya les dí mi respuesta, ahora les doy ejemplo para hacerlo más digerible: Andrés Barreto. Él es el genio colombiano que creó Grooveshark, la plataforma gratuita de música online más importante del mundo. Un tipazo. Inteligentísimo y joven, ejemplar si ustedes quieren. Hace unas semanas, todos los medios aquí se volcaron a entrevistarlo por que era un tema 'vendedorsísimo': "El creador de Grooveshark es colombiano", esa era la noticia. Como si triunfar en lo que uno hace con gusto, talento y empeño fuera menos extraordinario que nacer por casualidad en este lugar del planeta.

Andrés Barreto ríe desde un piso en el Soho de Nueva York. Dentro de unas semanas empezará a cobrar por el uso de su invento y ni siquiera las direcciones IP generadas en Colombia se salvarán de ese cobro, en cambio, los colombianos lo vamos a hacer más millonario. ¿Por qué? Porque el tipo sabe algo fundamental: de nada sirve ser o no ser colombiano.

Es muy simple: entre menos uno sea, mejor. Este lugar es muy grande para ser tanto, yo por ejemplo me considero más bogotano que colombiano y eso, desde luego, tampoco sirve para nada.

Andrés Guevara Borges
En Twitter. @palabraseca

martes, 24 de abril de 2012

El guerrillero, el soldado y el juez


Un buen día todos terminamos entendiendo, a la fuerza, principios tan fundamentales como la economía y la justicia. Ni siquiera necesitamos manejar un negocio, tener un capital o ser abogados, no se trata de dinero, números ni códigos, para dominarlas basta con saber cuánto es mucho y cuánto es nada.

Mire a su alrededor y se dará cuenta de que pocos viven en la economía. Y menos en la justicia. Repito, no es dinero, sino administración eficaz y razonable de los bienes. Ni son leyes, sino la virtud que inclina a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece: la vida misma de cada cual. 

Cuarenta años. Esa es la condena que un juez les aplicó esta semana a un teniente y dos soldados de la Brigada 16 del Ejército de Colombia. En el 2007, los uniformados capturaron, amarraron y asesinaron a Carlos Mesías Guevara, alias 'Boquinche', un peligroso guerrillero del ELN especialista en sembrar minas antipersonal, experto además en burlarse de sus víctimas después de cobrarlas como presas de caza. Se regocijaba públicamente de los trozos de hombres, mujeres y niños que colgaban de los árboles tras pisar sus infames trampas.

Hacer poco -que es hacer lo justo-, por ejemplo, es uno de los movimientos más audaces y a la vez más cuestionados en el ser humano. Nadie está tan lejos de la economía y de la justicia que quien hace mucho o quien no hace nada. Pero no, “cada gran cosa necesita de cada gran esfuerzo. A grandes problemas, grandes soluciones”, es lo que nos enseñan. Es como si hacer lo suficiente ya no fuera suficiente, se señala como mediocre lo justo y como justo lo exacerbado.

Luego de asesinarlo en un ritual de fusilamiento en Labranzagrande, Boyacá, los militares presentaron el cuerpo de ‘Boquinche’ como muerto en combate, en Pajarito, un pueblo aledaño. El juez decidió que si bien el criminal “tenía orden de captura, lo lógico era aprehenderlo, pero no quitarle la vida de la forma como lo hicieron": mediante una ejecución.

Nadie en el recinto interrumpió a ese juez para preguntarle qué cosa es “lo lógico”. Él mismo hubiera condenado como mucho a 20 años a ese mismo guerrillero en caso de que los militares hubieran hecho “lo lógico”; él mismo hubiera pedido una condena mayor si su hija hubiera pisado una mina de alias ‘Boquinche’, sería “lo lógico”; tal vez él mismo hubiera disparado ese fusil a quemarropa, afligido por la humillación, hacia ese guerrillero que alardeaba de sus víctimas y de sus mutilaciones. Es “lo más lógico”.

Estas cosas suceden porque a quienes les gusta hacer mucho tienden a hacer cada cosa en demasía. No hablan para solo para su interlocutor, no están contentos con lo bastante, no sacian nunca su placer, no lanzan una gran-buena-piedra sino toda la arena que quepa en las manos.

El guerrillero, el soldado y el juez, cada uno en su papel, son el ejemplo atroz de lo poco que sabemos y queremos saber de economía y justicia. Somos seres que vivimos vendiendo mucho sobre lo que somos, enviando mensajes y causando impresiones erradas, confusas, buenas y malas. Coleccionamos amigos y enemigos, es nuestro hobbie, bramamos carcajadas y compartimos nuestro llanto con todos por igual. Todo amamos, todo odiamos, de todo opinamos y de todo sabemos. Todo queremos y todo compramos y para conseguirlo todo hacemos, mucho hacemos, pero en la intimidad nuestro mismo silencio nos incomoda.

Pero veníamos hablando de economía así que debe haber un balance. Pues bien: El ELN hizo mucho más de lo necesario minando -literalmente- su otrora ideal político. El guerrillero hizo mucho más de lo necesario burlándose de las víctimas aún sin ser ese su trabajo. Los militares hicieron mucho más de lo necesario ejecutando a una escoria para validar un ‘falso positivo’. Y el juez, como si el absurdo fuera una ley natural de la que nadie escapa, condenó a los militares a cuarenta años de cárcel en medio de un amor enfermizo por los códigos.

 Todo mal. Alguna vez dije aquí que el tacaño no lo sería si supiera el alto precio que paga por tener ese defecto. Bueno, esta noticia no existió para los medios, muy tímidamente se mencionó y nunca se comentó sobre ella, es más, usted probablemente se acaba de enterar. Un hecho que fácilmente hubiera merecido foros, debates abiertos en el congreso y hasta una cátedra universitaria, pasó desapercibido. Pero qué más da, con el tacaño pasa lo que con el derrochador: no tiene idea de cuánto se pierde.

Como decía, no hay que saber de números sino de magnitudes. Nada parece más eficaz y razonable que el silencio, el sentido común, la introversión, los sentimientos y pensamientos en forma de pulpa, lo poco, la lógica, la intuición, la simpleza y, al fin, la economía y la justicia. Este texto, por ejemplo, ya arrojó un subtotal, por eso mejor me detengo para economizar palabras, hasta aquí fue justo, en este punto me siento bien, no se sabe si escribí mucho o no escribí nada.

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca

lunes, 16 de abril de 2012

Carta de Piermario Morosini † a Teófilo Gutiérrez



“Hola, Teo...

Te saluda Piermario Morosini, decidí escribirte porque estuve pensando y encontré que tenemos algo muy importante en común, algo que hoy solo los dos podemos experimentar, algo que debo hacerte saber.

Somos jóvenes, tú eres mayor que yo por apenas unos meses, en eso nos parecemos, y ambos saboreamos muy temprano la gloria y el reconocimiento por escoger un trabajo que además es nuestra más grande pasión: jugar al fútbol. Pero no, no es eso a lo que me refiero, querido Teo.

Tampoco estoy hablando del fin de semana pasado, cuando ambos fuimos portada en los diarios deportivos más importantes de varios países. Cumplimos el sueño de cualquier chico que por primera vez patea un balón, pero no, tampoco es eso, muchos otros también han pasado por allí.

Otros dirán que los dos debutamos en primera en el 2006, tú para el Junior, yo para el Udinese. ¿Casualidad? Sí, o no sé, lo cierto es que sabemos que para llegar tuvimos que empezar, como tantos, peleando nuestro lugar en el equipo más humilde de nuestra tierra, de ceros, lejos de los vanidosos torneos profesionales, de las cámaras, de los periodistas y empresarios: tú en el Barranquilla F.C., yo en el achicado Atalanta de Bérgamo. Es la historia de muchos como nosotros, de eso tampoco quiero hablarte.

Soy centrocampista y en mi posición casi siempre los técnicos buscan hombres de experiencia, así que fui relegado en el Udinese, el club que me vio y me compró. Ese equipo que me llevaba a primera luego me cedió a segunda: pasé por el Bolonia, el Vicenza, la Reggina, el Pádova y finalmente el Livorno.

Pero tú, Teo, qué diferente ha sido la vida contigo. Aunque el Junior te proscribió a la suplencia por varios meses, eres delantero y en tu posición casi siempre los técnicos buscan hombres jóvenes, rápidos y con hambre, te dieron constancia y en dos temporadas pudiste demostrar tu calibre: fuiste goleador con prominencia, a ti llegaron los micrófonos, las cámaras, la fama.

¿Qué será entonces, Teo, eso que tenemos en común? Al igual que tú, yo también jugué para mi país, Italia. Pero no es eso, mira cuán distintos somos: tú jugaste en la selección absoluta, marcaste goles e incluso haciéndote expulsar volvías a ser convocado al cumplir la sanción. ¿Yo?, yo jugaba en las categorías menores y apenas alguien, que se había detenido en mi trabajo, quiso llevarme poco a poco a la gloria de debutar en la azzurri junto a los grandes: Del Piero, Buffón, Cannavaro, Pirlo, Gatusso, Zambrota, Totti, campeones mundiales. Pero no llegué. Tú enfrentaste a estos y a otros más grandes, yo esperaba, Teo, lo que a ti te llegó en un abrir y cerrar de ojos.

Con tus goles vino la posibilidad de jugar fuera de tu país. Fuiste a Turquía y no te acoplaste, te peleabas y querías volver porque extrañabas tu familia, los consejos sabios que más atiendes: los de tu padre. En eso nos parecemos, ¿sabes?, yo extraño a mis padres y a mi hermano, ellos murieron cuando yo estaba muy joven y nunca pude tomar un avión para verlos, para que me vieran. Pasé por tantos equipos que nunca eché raíces, siempre fui prescindible, nunca pertenecí. Y tuve que seguir sin ellos, Teo. Nos parecemos en eso, digo, pero no es lo que me tiene pensando.

Si te detienes a ver, tuviste todo lo que yo quise. Tuviste en tus manos a Racing: una de muchas oportunidades. Qué lindo hubiera sido ser el ídolo de cientos de miles en los estadios, que una hinchada entera coreara mi nombre como el tuyo, que me pidieran, que me dibujaran un trapo, darme trompadas con un compañero el miércoles y salir titular el domingo, ser expulsado varias veces por tonterías y otra vez, una y otra vez, ser convocado. Y recibir el apoyo irrestricto de una institución, tener una barra, un representante y un padre que terciaran por mí. Pero eso es mucho pedir, no soy una estrella como tú, solo soy un obrero. Para mí, simplemente, qué lindo hubiera sido una segunda oportunidad.

Mira, Teo, cómo son las cosas: la única vez que salí de la cancha en medio de una estruendosa ovación fue, de hecho, la última vez. Quién iba a pensar que estas historias, la tuya y la mía, se vinieran a unir cuando nos jugábamos, sin saberlo, la fecha más importante. Sí, ambos dejamos a nuestro equipo con diez. Y sí, ambos salimos de la cancha con la insufrible zozobra de no saber nuestro destino. Sí, eso lo vivimos, pero es en otra cosa que estuve pensando, por lo que me decidí a escribirte esta carta, porque tenemos en común algo mucho más importante, algo que solo los dos podemos experimentar y que debía hacerte saber: nuestro corazón falló, nuestro cerebro no respondió. Estamos muertos”.

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca

*Publicado en el portal Kien & Ke: http://bit.ly/HODDlR y en Futbolete.com http://bit.ly/HR0jDY

martes, 10 de abril de 2012

‘Aritmética’


Para muchos es sencillo sumar, restar, multiplicar y dividir. Incluso en las cosas cotidianas hay gente que escarba, que pone aquí, sube allá, lleva una, lleva tres, éste le presta a aquel, ocho por siete: cincuenta y cuatro. Son brillantes. Mi papá, por ejemplo, en las facturas de un almuerzo para dieciocho, es de los que encuentran una arepa que nadie pidió o una limonada que nadie se tomó. Prodigios matemáticos. Genios. Otros calculan los días, los meses y los años de los bebés sin mirarse los dedos de la mano. Y otros, más temerarios, responden en un par de segundos cuántos años tiene alguien que nació en marzo de 1967 sin contar “77…87…97…2007…”. No, de un corte:

-¡45 años. Aura Cristina Geithner tiene 45 años!”-

Pero yo no, muchos otros no, hasta los cálculos más simples nos agobian. Esto me pasó hace unos días, a modo de ejemplo:

Fui a la tienda con Beatriz y con un billete de diez mil pesos. A mí me gusta la Coca-Cola regular y a ella la Zero, así que cada uno llevó la suya. Yo la invité. Total: $ 3.500. Al volver a la casa, otros amigos se quejaron, con mucha razón, de nuestra falta de consideración al no llevar gaseosa para todos, y además, pusieron nuestra amistad a toda prueba al manifestar que, casualmente, también tenían hambre.

De inmediato sentí pena de mí mismo, pero no por mi falta de escrúpulos -no hay cosa más enajenable que el apetito de los amigos-, sino por lo que sabía que iba a pasar. Por lo que, efectivamente, después pasó.

Volví a la tienda con otra amiga, Magdalena, y con las vueltas del billete de diez mil: $6.500. Mientras ella escogía pan para perro caliente, salchichas, papas y aderezos, siempre calculando no pasarse de $6.500, yo devolvía las gaseosas personales, le explicaba la situación a la cajera y las cambiaba por una Coca-Cola Zero familiar.

Cuando la cajera vio que mi amiga ponía más y más cosas en el estante su mente se puso en blanco, cuchicheaba para sí misma los precios de cada cosa, cerraba los ojos, se picaba con un lapicito la barbilla, la sien, miraba al cielo, se contaba los dedos, nada le daba resultado.

La miré fijamente. Era una muchacha de no más de 20 años, pecosa como galleta de avena, con brazos rollizos y colorados de poros rojos. La cara amable, espontánea, campesina. El pelo mojado, crespo, grueso y torpemente trenzado. Sus ojos, azules, escondidos entre párpados rosados y voluptuosos. Buscaba en su rostro la paz de quien lleva las cuentas y no esa angustia que recobraba y que crecía en sus gestos con cada producto que Magda ponía en el mostrador. Pero ella (la cajera) me miraba igual, describiendo, tal vez, en su mente, lo peor de mí, haciéndose las mismas preguntas, encontrando irremediablemente, las mismas respuestas. Cuando todo pasó por la caja, la pantalla de la registradora mostró ese bendito número: $13.850.

Yo saqué tímidamente los $6.500 de las vueltas de diez mil y la cajera, con imponencia, los $3.500 que yo le había pagado antes por dos gaseosas. Son diez mil, no alcanzaba. Ella levantó una ceja; yo me rasqué el cuello; ella mordió el lapicito; yo me pasé la mano por la frente y los dos, estupefactos, mirábamos la madeja caótica que habíamos construido. Magda se percató, soltó una risa quejona y comenzó a hablar en lenguas.

     -No. Yo hice mis cuentas…Creo que me pasé por $350. Esto con esto, lo que compró, con lo que pagó y lo que está comprando, ahí está completo, esto vale tanto, más esto, menos esto, por esto, dividido esto y -esto da esto. No se complique. Déle esto y que le devuelva aquello…-dijo.

La cajera y yo, cómplices de nuestra vergonzosa inoperancia, nos miramos confundidos como queriendo soltar una risa, pero también achicamos los ojos tratando de descifrar una pizca de maldad en las pupilas del otro, como resignándonos a resolver el lío mediante la intuición, tal vez un pálpito, una gota de sudor resbalando por la sien, o un hondo trago de saliva, unos labios mordidos, un descuido fisiomoral, ¡Ah!...quién necesita de aritmética cuando nace con corazón…

     -¡Jajajajaja!, ¡no sea huevón Andrés!-, interrumpió Magda, justo cuando la cajera y yo estábamos al filo de la telepatía. -¡Oigan! –siguió, con tonito cada vez más arrogante- esta es la solución: Niña, déle usted el billete de diez mil pesos a él. Y usted, huevón, se va a hacer tumbar, mejor sálgase y vuelva a entrar a la tienda, coja su billetico de diez, salude y empiece de cero-.

Todos nos reímos con ella, incluso otros clientes que estaban ahí, su reacción fue especialmente cómica y la situación en sí misma también lo era. Pero cuando la cajera y yo tomamos aire para seguir riendo ya no hubo más risa, volvimos a los cálculos, a la telepatía, a lo recóndito, al hipertexto, a la utopía, evaluamos nuestros puntos débiles, nuestros poderes: “no podía ser que debía salir y volver a entrar”, concluíamos ambos, íntimamente, en ese lenguaje que recién habíamos creado.

Tomamos otro impulso, nos miramos nuevamente, más tenaces, y en ese choque mágico de energías de ‘ojito quemado’ terminamos volteando hacia Magda, esta vez con profunda resignación, como haciendo aún más estoica y definitiva su próxima intervención. Magda estuvo a la altura, ella sabía que así lo hubiera dicho de broma, yo soy pésimo con los números e iba a terminar saliendo y volviendo a entrar como lo sugería:

     -¡Ay Andrés! Como yo sé que usted viene solo con diez mil pesos, aquí tiene $350, lo espero en la casa con las mismas vainas que pasamos por esa caja-.

Ambos, cajera y yo, vimos partir a Magda mientras celebraba entre dientes su fortuna por haber visto al absurdo directo a la cara, a nosotros, dos titanes impenetrables batidos por la más justa de las guerras en el más injusto de los escenarios. Magdalena iba con una sonrisa descuajada y compasiva, mirando al piso, ansiosa, supongo yo, por contarle a los demás eso que aquí, en la casa, nos hace carcajear a todos entre mordisco y mordisco hasta desbaratar el perro, hasta taparnos la boca con la mano, hasta el ahogo, hasta pedir gaseosa. Lo más probable es que muramos ahogados, porque volví de la tienda sin gaseosa.

Andrés Guevara Borges
@palabraseca

miércoles, 4 de abril de 2012

‘Filántropo esnob colombiano’




Somos la generación de las causas. Todos los días nace una nueva, cada vez más noble o más pendeja. Y en casos como el de hoy: nobles, pero pendejas. Es más, enumerar las causas pendejas y desterrarlas de un tajo del calendario sería una causa nobilísima, y no por ello dejaría de ser, a decir verdad, bien pendeja. 

Cuando niños crecemos con motivaciones cortas y no muy elásticas, con anhelos simples, con intereses a corto plazo. Los problemas rondan cerca, los vemos ahí, y nos gusta tenerlos a la mano para verlos solucionados: nuestras causas son posibles y plausibles, sinceras, egoístas. Como debería ser, como en realidad y en el fondo son.

Pero ya grandes se nos invita a tomar partido en todo y a demostrarlo a todos. No podemos dejar de opinar  de lo que nos le interesa; o no estar ni a favor ni en contra de lo que no nos afecta; o ser tibio, indiferente o ambiguo en los asuntos universales de la vida. Lo miran raro a uno.  Como si la vida misma no fuera para cada cual la más íntima ambigüedad.

Somos la generación de las causas simbólicas y por ello estamos irremediablemente condenados a ser inútiles para las causas concretas.

Hace unos meses nos pidieron cambiar la foto de perfil y hacer la cadena más grande de Blackberry por los niños con cáncer. Antes, nos habían sugerido llevar un lazo en la solapa contra el cáncer de seno, y contra el Sida, y contra el maltrato infantil -cada enfermedad se apropió ya de un color de lazo-. Luego nos pidieron no tanquear hoy, sino ayer o mañana. Anoche, para no ir más lejos, Millonarios perdió y quedó eliminado de la Copa Libertadores, pero sus hinchas se quedaron con que presentaron la "bandera más larga del mundo". No se ha escatimado en bromas para representar semejante patetismo. Y no es hora de escatimar, aunque nunca será suficiente.

Hace un años los de la campaña 'Remángate' nos pedían doblarnos la bota del pantalón para mostrar nuestro rechazo hacia las minas y nuestra solidaridad hacia sus víctimas. Era una causa válida, como las otras, ¿quién quiere que otro muera de cáncer? ¿O de Sida? ¿Quién no quisiera tener la bandera más grande? -A muchos nos daría igual, francamente- ¿Y quién quiere que otro pise una mina o se recupere después de pisarla?; No hay mucho que explicar, todos son gestos inútiles y gaseosos, en la frontera entre la ingenuidad y la idiotez. Tormentas de arena.

Tuvieron que pasar años para que los de 'Remángate' aprendieran la lección. Este año les da igual si usted se remanga o no el pantalón en la oficina o en el Transmilenio, ahora les importa es que usted vaya a 'Presta tu Pierna', una carrera 5K y 11K. Ya inscribieron a 4 mil personas, de a 45 mil pesos por cabeza. Ya hicieron más que en estos tres años.

Es que la mímica simbólica está tremendamente sobrevalorada, cuando, en la práctica, las causas necesitan es capital humano y nada más. Manos que hagan, cerebros que solucionen, bolsillos que aporten y políticos que legislen, ni más ni menos.

Nadie hubiera comprado la manilla de El Salado si no fuera bonita, ni la de Livestrong si no representara a la gente 'bien', ni el iPod [Red] contra el Sida si fuera un mp4 de Kalley, ni agua Oasis si supiera a Clorox, ni boletas para el Live8 si no tuviera un cartel de primera. Todos son fetiches de autocomplacencia divinos, y útiles, y sí, simbólicos, pero que al menos sirven para donar plata. Remangarse el pantalón y tomarse la foto es tacaño, facilista, se ve ridículo y no sirve para nada. O sí, sirve para alimentar al inagotable filántropo esnob colombiano. Al bobo.
No hay nada más simbólico que lo concreto. Pagar cumplidamente los impuestos, por ejemplo, es un acto supremamente bello en su esencia. Comprar solo la comida que uno necesita y no dejar nada en el plato. Pedir la factura. No aspirar a becas ni subsidios si uno puede pagar. Decir la verdad, usar condón, lavarse las manos, no tomar lo que no es de uno, recoger la mierda del perro, votar, hablar pasito. Cuántas alegorías, cuánta carga ideológica...

Si tuviera que perseguir una causa sería la de que nadie persiguiera causas. De hecho, la única causa que en realidad siempre perseguimos es la de sobrevivir. Si desgraciadamente mi padre muere por una picadura de abeja africanizada es probable que yo cree una fundación, con su nombre, para luchar contra esos animales y dar a conocer los peligros de estar cerca de ellos. Y con todo y eso sería una causa pendejísima en sí misma, porque si ningún bicho pica a mi papá, la 'Fundación Jorge Guevara' nunca verá la luz ni la causa tampoco.

Pasa lo mismo con todas las causas, pero no lo mismo con todas las personas. Hoy se levantan contra el TLC y mañana contra la tauromaquia; pasado mañana, contra el pasaje de Transmilenio y luego serán hinchas del Barcelona en la final de la Champions. El año que viene serán ambientalistas y vegetarianos. Qué vida de mierda es esa. Una vida así no da tiempo para pensar, pero sobre todo, para actuar.

Son engreídos autoproclamados 'monomorales' que viven trepados como micos en el argumento desgastado de que todo es ambiguo. A mí también me exaspera la gente que tiene doble moral, porque uno debería tener no dos, sino decenas de morales, decenas de ventanas, puertas, y pasadizos por dónde salir.
Cuando no le estén pidiendo que ponga dinero, ni que done tiempo, ni trabajo, ni que pague la boleta de un concierto, ni que compre una manilla cuca o que se inscriba a una carrera: NO ACEPTE. ES INÚTIL.

Si hoy alguien le pide que se remangue la bota del pantalón, hágale ver su inutilidad con argumentos. Ahora, que si le sigue insistiendo pues remánguese, pero los puños de la camisa.

Andrés G. Borges
@palabraseca


Usted y cuántos más

También entre el cajón