Para muchos
es sencillo sumar, restar, multiplicar y dividir. Incluso en las cosas cotidianas hay gente que escarba, que pone aquí, sube allá, lleva una, lleva tres, éste le presta a aquel, ocho por siete: cincuenta y cuatro. Son brillantes. Mi papá, por
ejemplo, en las facturas de un almuerzo para dieciocho, es de los que encuentran una arepa que nadie pidió o una limonada que
nadie se tomó. Prodigios matemáticos. Genios. Otros calculan los días, los meses y los años de los bebés sin
mirarse los dedos de la mano. Y otros, más temerarios, responden en un par de
segundos cuántos años tiene alguien que nació en marzo de 1967 sin contar “77…87…97…2007…”.
No, de un corte:
-¡45 años. Aura Cristina Geithner tiene 45 años!”-
-¡45 años. Aura Cristina Geithner tiene 45 años!”-
Pero yo no,
muchos otros no, hasta los cálculos más simples nos agobian. Esto me pasó hace
unos días, a modo de ejemplo:
Fui a la tienda con Beatriz y con un billete de diez mil pesos. A mí me
gusta la Coca-Cola regular y a ella la Zero, así que cada uno llevó la suya. Yo la invité. Total:
$ 3.500. Al volver a la casa, otros amigos se quejaron, con mucha razón, de
nuestra falta de consideración al no llevar gaseosa para todos, y además, pusieron
nuestra amistad a toda prueba al manifestar que, casualmente, también tenían
hambre.
De
inmediato sentí pena de mí mismo, pero no por mi falta de escrúpulos -no hay cosa más enajenable que el apetito de los amigos-, sino por lo que sabía que iba a pasar. Por lo que, efectivamente,
después pasó.
Volví a la tienda con otra amiga, Magdalena, y con las vueltas del billete de diez mil: $6.500. Mientras ella escogía pan para perro caliente, salchichas, papas y aderezos, siempre calculando no pasarse de $6.500, yo devolvía las gaseosas personales, le explicaba la situación a la cajera y las cambiaba por una Coca-Cola Zero familiar.
Cuando la cajera vio que mi amiga ponía más y más cosas en el estante su mente se puso en blanco, cuchicheaba para sí misma los precios de cada cosa, cerraba los ojos, se picaba con un lapicito la barbilla, la sien, miraba al cielo, se contaba los dedos, nada le daba resultado.
Volví a la tienda con otra amiga, Magdalena, y con las vueltas del billete de diez mil: $6.500. Mientras ella escogía pan para perro caliente, salchichas, papas y aderezos, siempre calculando no pasarse de $6.500, yo devolvía las gaseosas personales, le explicaba la situación a la cajera y las cambiaba por una Coca-Cola Zero familiar.
Cuando la cajera vio que mi amiga ponía más y más cosas en el estante su mente se puso en blanco, cuchicheaba para sí misma los precios de cada cosa, cerraba los ojos, se picaba con un lapicito la barbilla, la sien, miraba al cielo, se contaba los dedos, nada le daba resultado.
La miré
fijamente. Era una muchacha de no más de 20 años, pecosa como galleta de avena, con brazos rollizos y colorados de poros rojos. La cara amable, espontánea, campesina. El pelo mojado, crespo, grueso y torpemente trenzado. Sus ojos, azules, escondidos entre párpados rosados y voluptuosos. Buscaba en su rostro la paz de quien lleva las cuentas y no esa
angustia que recobraba y que crecía en sus gestos con cada producto que Magda
ponía en el mostrador. Pero ella (la cajera) me miraba igual, describiendo, tal vez, en su mente, lo peor de mí, haciéndose las mismas preguntas, encontrando irremediablemente, las mismas respuestas. Cuando todo pasó por
la caja, la pantalla de la registradora mostró ese bendito número: $13.850.
Yo saqué tímidamente los $6.500 de las vueltas de diez mil y la cajera, con imponencia, los $3.500 que yo le había pagado antes por dos gaseosas. Son diez mil, no alcanzaba. Ella levantó una ceja; yo me rasqué el cuello; ella mordió el lapicito; yo me pasé la mano por la frente y los dos, estupefactos, mirábamos la madeja caótica que habíamos construido. Magda se percató, soltó una risa quejona y comenzó a hablar en lenguas.
-No. Yo hice mis cuentas…Creo que me pasé por $350. Esto con esto, lo que compró, con lo que pagó y lo que está comprando, ahí está completo, esto vale tanto, más esto, menos esto, por esto, dividido esto y -esto da esto. No se complique. Déle esto y que le devuelva aquello…-dijo.
La cajera y yo, cómplices de nuestra vergonzosa inoperancia, nos miramos confundidos como queriendo soltar una risa, pero también achicamos los ojos tratando de descifrar una pizca de maldad en las pupilas del otro, como resignándonos a resolver el lío mediante la intuición, tal vez un pálpito, una gota de sudor resbalando por la sien, o un hondo trago de saliva, unos labios mordidos, un descuido fisiomoral, ¡Ah!...quién necesita de aritmética cuando nace con corazón…
Yo saqué tímidamente los $6.500 de las vueltas de diez mil y la cajera, con imponencia, los $3.500 que yo le había pagado antes por dos gaseosas. Son diez mil, no alcanzaba. Ella levantó una ceja; yo me rasqué el cuello; ella mordió el lapicito; yo me pasé la mano por la frente y los dos, estupefactos, mirábamos la madeja caótica que habíamos construido. Magda se percató, soltó una risa quejona y comenzó a hablar en lenguas.
-No. Yo hice mis cuentas…Creo que me pasé por $350. Esto con esto, lo que compró, con lo que pagó y lo que está comprando, ahí está completo, esto vale tanto, más esto, menos esto, por esto, dividido esto y -esto da esto. No se complique. Déle esto y que le devuelva aquello…-dijo.
La cajera y yo, cómplices de nuestra vergonzosa inoperancia, nos miramos confundidos como queriendo soltar una risa, pero también achicamos los ojos tratando de descifrar una pizca de maldad en las pupilas del otro, como resignándonos a resolver el lío mediante la intuición, tal vez un pálpito, una gota de sudor resbalando por la sien, o un hondo trago de saliva, unos labios mordidos, un descuido fisiomoral, ¡Ah!...quién necesita de aritmética cuando nace con corazón…
-¡Jajajajaja!,
¡no sea huevón Andrés!-, interrumpió Magda, justo cuando la cajera y yo estábamos
al filo de la telepatía. -¡Oigan! –siguió, con tonito cada vez más arrogante- esta
es la solución: Niña, déle usted el billete de diez mil pesos a él. Y usted, huevón,
se va a hacer tumbar, mejor sálgase y vuelva a entrar a la tienda, coja su billetico
de diez, salude y empiece de cero-.
Todos nos reímos con ella, incluso otros clientes que estaban ahí, su reacción fue especialmente cómica y la situación en sí misma también lo era. Pero cuando la cajera y yo tomamos aire para seguir riendo ya no hubo más risa, volvimos a los cálculos, a la telepatía, a lo recóndito, al hipertexto, a la utopía, evaluamos nuestros puntos débiles, nuestros poderes: “no podía ser que debía salir y volver a entrar”, concluíamos ambos, íntimamente, en ese lenguaje que recién habíamos creado.
Tomamos otro impulso, nos miramos nuevamente, más tenaces, y en ese choque mágico de energías de ‘ojito quemado’ terminamos volteando hacia Magda, esta vez con profunda resignación, como haciendo aún más estoica y definitiva su próxima intervención. Magda estuvo a la altura, ella sabía que así lo hubiera dicho de broma, yo soy pésimo con los números e iba a terminar saliendo y volviendo a entrar como lo sugería:
-¡Ay Andrés! Como yo sé que usted viene solo con diez mil pesos, aquí tiene $350, lo espero en la casa con las mismas vainas que pasamos por esa caja-.
Todos nos reímos con ella, incluso otros clientes que estaban ahí, su reacción fue especialmente cómica y la situación en sí misma también lo era. Pero cuando la cajera y yo tomamos aire para seguir riendo ya no hubo más risa, volvimos a los cálculos, a la telepatía, a lo recóndito, al hipertexto, a la utopía, evaluamos nuestros puntos débiles, nuestros poderes: “no podía ser que debía salir y volver a entrar”, concluíamos ambos, íntimamente, en ese lenguaje que recién habíamos creado.
Tomamos otro impulso, nos miramos nuevamente, más tenaces, y en ese choque mágico de energías de ‘ojito quemado’ terminamos volteando hacia Magda, esta vez con profunda resignación, como haciendo aún más estoica y definitiva su próxima intervención. Magda estuvo a la altura, ella sabía que así lo hubiera dicho de broma, yo soy pésimo con los números e iba a terminar saliendo y volviendo a entrar como lo sugería:
-¡Ay Andrés! Como yo sé que usted viene solo con diez mil pesos, aquí tiene $350, lo espero en la casa con las mismas vainas que pasamos por esa caja-.
Ambos,
cajera y yo, vimos partir a Magda mientras celebraba entre dientes su fortuna por haber
visto al absurdo directo a la cara, a nosotros, dos titanes impenetrables batidos por la más
justa de las guerras en el más injusto de los escenarios. Magdalena iba con una sonrisa descuajada y compasiva, mirando al
piso, ansiosa, supongo yo, por contarle a los demás eso que aquí, en la casa, nos hace carcajear
a todos entre mordisco y mordisco hasta desbaratar el perro, hasta taparnos la boca con la mano, hasta el
ahogo, hasta pedir gaseosa. Lo más probable es que muramos ahogados, porque volví de la tienda sin gaseosa.
Andrés Guevara Borges
Andrés Guevara Borges
@palabraseca
excelente publicacion, me adhiero al grupo de personas malas para las aritmeticas de este tipo, yo aun me muero del susto cuando me dan "las vueltas" y comienzan a decir 10 para 20, 5 para 15. Un saludo y muy bueno el blog
ResponderEliminarFelicitaciones