miércoles, 18 de julio de 2012

No diga “eufemista”, diga “idiota”


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Ya perdí la cuenta de cuánto y tanto que se ha escrito en contra del lenguaje incluyente, ha debido ser cientos de veces pero estoy convencido de que siempre serán muy pocas. Aún son muchos más los que prefieren reivindicar con palabras lo que no reivindican con derechos. Más los que se indignan cuando hay que llamar a las cosas por su nombre. Más los eufemistas sin causa o, para no seguir con eufemismos, más los imbéciles que le siguen el juego a la falsa inclusión.
Por boca de mi mamá, funcionaria de la Alcaldía de Bogotá hace 35 años, fui testigo como el Palacio de Liévano se convirtió en la madriguera de políticas de inclusión mentirosas y facilistas, basadas más en el uso políticamente correcto del lenguaje que en acciones directas y concretas hacia los ciudadanos. 
Pero el uso del lenguaje incluyente no es una recomendación de coctel político, no. Cada vez que se cambia la Administración en Bogotá y otras ciudades, empleados oficiales como mi mamá reciben memorandos membreteados donde explican por qué ya no hay que decirles "locos" a los pordioseros, sino mejor "indigentes", o mejor "desprotegidos", o no, mejor "personas en situación de vulnerabilidad" o no, mejor "habitantes de la calle". Cómo si a ellos les importara. Como si las palabras fueran por sí solas políticas públicas y las mentiras, francos derechos. 
Por fortuna que, con tanto cambio de términos y de alcaldes, mi mamá se fue deshaciendo poco a poco de esas patrañas que alguna vez acató. Qué más puedo decir, vivimos en Bogotá y un buen día me llamó decepcionada y con la indignación de un forista de internet me dijo: "hijo, un maldito gamín me atracó".
Dense cuenta, cada que nace un populista nace también un eufemismo de inclusión. Son nietos de Departamentos Administrativos, con padres dedicados a la esnobfilantropía como Gregorio Pernía o Gustavo Bolívar.  Con madres como Gilma Jiménez, que por ejemplo, con su "niñas, niños y adolescentes" convirtió el discurso sobre infancia en un ridículo trabalenguas. O como Piedad Córdoba, con sus "colombianas y colombianos" por la paz, a quien se le podría acusar de excluyente y sexista porque se le olvida decir: "Estamos comprometidos y comprometidas con los secuestrados y secuestradas. Vamos a traerlos y traerlas, pero estamos esperando las coordenadas...¿y coordenados?". 
Están por todas partes. Hoy toca pensarlo dos veces antes de llamar a las vainas con palabras castizas -puras, sin mezcla de voces ni giros extraños- que por algo están en el diccionario. 
Ya no debe haber nada negro, por ejemplo. Ni días negros, ni ovejas negras ni negras intenciones. De hecho,ni siquiera gente negra. Ahora toca acostumbrarse a decir ridiculeses como la que alguna vez escribí en Twitter: "ahí está Obama, afrodescendiendo por las escaleras de su Air Force 1".
Ya no es "ciego", "sordo", "prostituta", "anciano" o "mongólico", no. Ahora los mongólicos dejaron de sufrir de mongolismo -Síndrome de Down-, los paralíticos de parálisis y los inválidos pueden valerse. Ahora las putas tienen "vidas alegres", los sidosos "VIH positivo" y, mi 'favorito', los sordociegos son "personas en situación de discapacidad auditiva y visual". ¿Ah?, Parece casi una suerte que no tengan que ver ni oír semejantes estupideces.
Sé que mucho se ha escrito sobre este tema, pero como dije: nunca será suficiente. Gracias, amigo incluyente, por no incluirme en su lenguaje de majaderos -que se entienda que me refiero por igual a hombres y mujeres-. Y usted, querido lector, la próxima vez que un lingüista incluyente lo corrija no le diga "eufemista", dígale "idiota". Ahora, si no lo quiere ofender, dígale que es una "persona en situación de discapacidad cerebral".

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca
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lunes, 16 de julio de 2012

Qué pereza ser campeón



Si algo admiraba hasta ayer del hincha promedio de Santa Fe era su fabulosa relación con el fracaso. Debe ser muy lindo, pensaba yo, nunca haber visto campeón al equipo de uno y sin embargo ponerse la camiseta, ir al estadio o seguirlo por TV sin otro fin que el de abrazar una tradición. Es un sentimiento auténtico, volví a pensar. Pero ayer ganaron y, no sé, se me antoja que fue más lo que perdieron: la mística.
Es raro ver a esos hinchas en el triunfo. Con risa nerviosa de campeón, teniendo que estar "en las buenas" sin la dignidad y abnegación de estar "en las malas". Ni siquiera anoche se les veía disfrutar con comodidad. Durante la premiación no sabían si abrazarse, llorar, gritar, llamar a un hincha de Millonarios o subir fotos a Facebook. Es como si hubieran descubierto lo que otros ya hemos vivido pero que mejor no decimos en voz alta: si uno no jugó en la cancha, ser campeón de la Liga Postobón no es gran cosa.

Santa Fe perdió un tesoro y en el fondo sus hinchas lo saben, sobre todo los más viejos. A la salida del estadio pasaban engarrotados de frío, se acomodaban la bufanda para sonreír a las cámaras y con esfuerzo se abrían las chompas para besar el escudo. Gritaban "¡Santa Fe, Santa Fe, Santcofff!", tosían y caminaban apuradito, pensaban si coger taxi o Transmilenio. No se hallaban. Finalmente, los más viejos, insisto, se fueron a celebrar a la casa porque qué raro es celebrar, porque qué pereza es ser campeón.
Durante el partido, el hincha de Santa Fe que más conozco, mi papá, fue ejemplo vivo de lo que estoy diciendo. Descontando que sufrió todo el partido, cuando por fin Santa Fe marcó él se enfrascó en una absurda discusión con mi mámá sobre si Copete cabeceó o pechó la pelota. A tres minutos del final renegaba desesperado por la falta puntería de Ómar Pérez para meter el segundo gol (que nunca necesitó). Tras el pitazo final se enojó porque vio a Edwin Cardona buscándole pelea a un jugador del Pasto, resaltó que "está gordo y aparte no la suelta". Y así, haciendo lo suyo: sufriendo. No hubo éxtasis en su celebración, le picaba. Acarició al perro y le dijo cursi "¡¡campeones!!". Luego se fue a dormir.

Así son y así eran los hinchas de Santa Fe. Como Pacheco, Daniel Samper, Amparo Grisales, Yamit Amad, auténticos y divertidos papanatas. Pero hoy no, ya no es lo mismo de antes.  Tantos años de espera no son en vano. Esos hinchas, ayer, disfrazaron de mesura la incomodidad y el vacío que les vuelve a producir el éxito. Saben en el fondo quepertenecen al grupito de cinco mil que, gane o pierda, nunca falta en el Campín. Tantos años de espera no son en vano. Hinchas viejos, como él, disfrazaron de mesura la incomodidad y el vacío que les vuelve a producir el éxito.
Anoche Santa Fe perdió la mística, esa que lo diferenciaba de odiosos equipos como el mío. Ahora tendrán hinchas arrogantes como yo, de esos que echamos en cara campeonatos de hace décadas, de los que hacemos sacar jugadores extranjeros, de los que no creemos en los procesos ni esperamos a la cantera, de los que chiflamos cuando el equipo toca hacia atrás. Hinchas nefastos, como yo, sea de América, Millonarios o Nacional.

El día después de ser campeón es el más duro, hoy el hincha de Santa Fe lo sabe. Esperar 37 años (o uno) por la alegría de ganar un campeonato y luego sentir que no era para tanto, ver como esa emoción decrece a medida que pasa la borrachera de triunfo. Darse cuenta de que la ciudad no necesita una estrella en el escudo del equipo sino en la alcaldía, no un representante en la Copa Libertadores sino vías, empleo, seguridad y sol. 

Con Santa Fe recordé la famosa victoria pírrica, donde queda más daño en el vencedor que en el vencido. Ganó un título merecidísimo, perdió la mística y la extática. No hay nada más relativo que el éxito y Santa Fe ya empezó a padecer esa maldición. O sino pregúntele a los pelados que se mataron por celebrar encima de un camión. O a la pequeña Santafecita Bareño Rodríguez. Qué pereza volver a ser campeón.

Andrés G. Borges
En Twitter: @Palabraseca
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jueves, 5 de julio de 2012

Mañana voy a morir



La muerte quedó de pasar mañana y no sé cómo recibirla. Me da vergüenza con ella porque cuando viene a este continente, a este país, a esta ciudad, se anda con afanes. Trabaja sin descanso, a doble jornada y se le mide a la más apretada de las agendas.
Sinceramente quisiera una visita rápida, sin bebidas calientes ni palmaditas en el hombro.Supongo que debo sacarle tiempo a nuestro encuentro, ella estará feliz de saber que por esperarla he venido muriendo poco a poco, como un infiernal preámbulo; yo estaré tranquilo porque me la voy a encontrar sí o sí, vivo en un lugar donde cuesta sacarle el culo. No dijo más. Que fresco, que esté listo, que ella mañana se aparece y me desaparece. Que mañana voy a morir.

No sé ni siquiera qué ponerme, qué comer, si salir de la casa o enclaustrarme, si lavar la loza, tender la cama o ir al trabajo. ¿Seré un muerto más? Ojalá, de eso se trata, no quiero ser un muerto que otro reclame, pero no depende de mí sino de dónde me encuentre ella: la muerte.Esperar a mañana, porque además de dejar de existir, tengo mil cosas qué hacer. 

Antes de las seis de la mañana haré una fila de cuatro horas para cobrar la pensión, moriré tras un infarto fulminante frente a la fachada del banco HSBC. Los medios culparán al Sistema, al de pensiones, al de salud..reclamarán también mi muerte. Yo, desde el más allá, con pena tendré que reconocer que la culpa fue mía, que los bancos abren a las ocho de la mañana, que si lo deseaba me podían consignar la pensión, que no tenía necesidad de hacer cola desde tan temprano, que soy un viejo mañoso al que le gusta contar la plata. Que me busqué mi mala suerte, que mejor nadie reclame mi muerte.

Si sobrevivo, tomaré un desayuno alto en grasas trans y padeceré diecinueve tipos de cáncer. Mi nombre irá a las estadísticas, seré ese "uno-de-cada-tres" o ese "cuatro-de-cada-diez". Seré también un número en las campañas de medicina preventiva, me recordarán en el día mundial de la enfermedad que me mató y cada año harán de mi muerte un caso ejemplarizante, como hicieron con otros antes de mí. Produciré fugaz compasión y después, mucho después, algún sensato dirá con razón que fumaba, tomaba y tripeaba, que fue mi vida de excesos y, tal vez, mi ADN los únicos responsables.

Si no morí, al medio día saldré en una y mil cámaras de seguridad a las que solo tiene acceso Noticias RCN. Ya sea por conducir borracho o por imprudente, será RCN quien se quede con los derechos para TV de mis últimos minutos. También puedo ser una estrella negra si es que me embiste una flota y me desparrama en el asfalto. Dirán que no quise usar mi inteligencia vial, que no tomé con seriedad a los auxiliares bachilleres que, disfrazados de payasos, me invitaron a usar los puentes peatonales. Mi epitafio dirá que soy un simple peatón imprudente. Yo, en el cajón, diré que ni siquiera fui eso. Solo un simple. 

Sobrevivir en este punto será ya sería el colmo de la fortuna, así que por la tarde me apuñalarán o me tirarán ácido en la cara para robarme el celular. Según el destino también, seré recordado como el cajero de una casa de cambios, el joven abogado de Harvard, el padre cabeza de familia o -si llevo la camiseta de un equipo- el hincha. Los abogados de Harvard, los vendedores ambulantes, Goles En Paz, Samsung y la FVRCBG (Fundación de Víctimas de Robo de Celulares de Baja Gama) convocarán marchas. Cada uno querrá que sea su muerto, es seguro que sí. 

Si aún no he dejado de existir entrada la noche es porque me espera la más terrible y especial de las muertes. Puede que desaparezca en Halloween cuando me tiren al caño del Virrey. Suerte para mí, será una muerte a cuatro columnas sacada de un guión de Danny Cannon al mejor estilo de 'Sé lo que hicieron el verano pasado'. Suerte también si, en cambio, le adhieren una bomba lapa a mi carro y lo vuela en pedazos. Parecerá que mi muerte fue escrita y dirigida por Mick Jackson. Todo un titular para abrir un noticiero, de esos de poner musiquita.

Pero no morí. Y son malas noticias: la soledad de la noche trae muertes cada vez peores. Puede que sea víctima de tortura y violación en el Parque Nacional. Si es que eso pasa debo esperar que mi atacante no sea un violador más, mi muerte quedaría impune. Hace falta que sea un psicópata, un aberrado enfermo de sangre fría que use lo que tenga a la mano para empalarme y mandarme a mí a la primera plana de los diarios y a él a un asiento en los juzgados de Paloquemao.

Con muy poco me hará Trending Topic, protagonista de marchas, cacerolazos, plantones y canelazos. Hará que Gilma Jiménez y Gustavo Bolívar se aprendan mi nombre y lo griten manoteando a los cuatro vientos. Después pasaré de moda. Con muy poco, les decía, con un palo, con lo que mi asesino tuvo a la mano, me convertiré un muerto aleccionador. Un palo, en este país esa puede ser la diferencia entre un muerto famoso y un muerto más: un palo.

Mañana, a esta hora, no espero haber sobrevivido a un día en Colombia, pero si es así, solo me restan esperar las muertes pendejas y místicas, esas que nunca vienen por acá: una cáscara de banano, un sueño dulce a los 90 años, el ataque de un oso, una autocombustión, un envenenamiento con mariscos, un caníbal en Miami que saboree mis pómulos, un paracaídas que no abrió...
No sé. Al parecer aquí uno no se puede morir tranquilo, en su intimidad, cara a cara los dos: la muerte y yo. Ojalá la mía no sea de esas muertes para siempre, que uno sabe que en Colombia para siempre nunca dura más de quince días. Me da comezón incluirme entre los vivos. Les decía que mañana quedó de visitarme la muerte, pero no sé, sincerándome, prefiero ir y buscarla a ella.

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca
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