jueves, 14 de junio de 2012

Gente exitosa




El éxito se le aparece a uno sin avisar, tal cual como el fracaso. La diferencia es que el primero lo vuelve a uno miedoso, vulnerable, suspicaz y neurótico, en cambio el segundo cae como un piano en la cabeza: yace uno sin nada más que perder, sin más ni menos que lo que uno es. 
El éxito depende de otros; el fracaso, en cambio, es de uno y de nadie más, y eso lo hace fascinante, auténtico.

Esta mañana recibí una lección de éxito y fracaso que me dejó abrumado, me la dio el taxista que me llevó al trabajo. Aunque aclaro, a tipos como ese no hay que llamarlos taxistas, ni abogados, ni médicos, ni gerentes ni empleados, ellos solo pueden ser una y nada más que una cosa: Gente exitosa.

A la salida de mi casa se parquea un grupo de taxistas. Es una zona residencial especial para ellos. Se conocen y por eso se reúnen enfrente de una verja a tomar tinto. Mientras revisan el agua y el aceite hablan, cuentan infidencias de pasajeros, se hacen bromas pesadas, mímicas de pelea y luego carcajean. Es su mundito, lo cuidan bien.

Hay una señora -la única mujer en el grupo- encargada de asignar los taxis. Ni tiene pito ni sabe chiflar, por eso, cuando uno sale a la calle, ella aplaude con angustia para llamar al taxi que le toca a uno. Me abre la puerta y me desea un feliz día de múltiples formas. Cuando voy de zapatos me dice "señor"; cuando voy de tenis, "joven". Conoce a los conductores y los despide por su nombre. Ellos le dan monedas, no siempre. No le importa, digo yo. Es que parece feliz.

En el grupito, los taxistas no me ven como pasajero sino como premio. Incluso se rotan para llevarme. Trabajo cerca de mi casa, no voy para el norte ni para el centro ni para el sur. Es una carrera que nunca supera las 60 unidades o los 4.000 pesos. La llaman el banderazo: no gastan mucha gasolina ni muchos nervios. Les conviene llevarme y a mí que me lleven, es una transacción que incluye confianza, seguridad, eficiencia y sí, plata, nunca más de 4.000 pesitos.

La señora que asigna los taxis, decía, es buena gente pero no sabe chiflar. A veces pienso que su candidez no le permite chiflar. Creo en un estereotipo, ridículo quizás, que dice que la gente cándida ni sabe escupir ni sabe chiflar. 

Esta mañana salí tarde, muy tarde, y mientras ella aplaudía para llamar a uno de 'sus' taxis, frente a mí ya se había parqueado otro con prisa, un 'clandestino' que justo pasaba por ahí, llegó tan rápido que resortó al frenar. Le pedí que me llevara al trabajo tan pronto como pudiera. En eso, vi como me miraba la señora y el grupo de taxistas: "frustración", es lo que recuerdo haber leído en sus miradas. "No es para tanto", pensé, son 4.000 tristes pesos.

"¡Vamos a ver si lo logramos! Estamos allá en...¡8 minutos!", me dijo el taxista. Un señorón, tendría 50 años. Yo le di las gracias incrédulo, cínico. Sabía que para lograr ese tiempo hacía falta tener a un irresponsable al volante y, a decir verdad, en ese momento era lo que menos me importaba.

De inmediato aceleró y no volvió a pisar el freno hasta llegar. Me refiero a todo él: su taxi, su vida, su filosofía y hasta la conversación que me propuso, que más que eso fue un monólogo, uno sobre el éxito y el fracaso y que reproduzco a continuación...

“Si vio lo que pasó, ¿no?...le gané la carrera al otro muchacho. Pero es que le voy a decir la verdad: a mí eso de sentarme ahí a hablar mierda, a tomar tinto y a quejarme del patrón…

Eso no va conmigo. Si uno sale a trabajar, es a trabajar. Yo no le digo a usted que no salude a la gente: uno tiene que decir buenos días, buenas tardes y buenas noches, pero quedarse ahí preguntando maricadas, perdóneme no. Eso llama cosas malas. ¿Cómo le digo? ¡El fracaso!...

Uno tiene que pensar positivamente. ¿Por qué le voy a decir que me está yendo mal, que me va mal? Si es que a mí me va bien. Esto se lo digo porque es que a uno le dan el carro, pero uno lo tiene que devolver lavado y tanqueado a las tres la tarde. Y claro, con el producido del día, de ahí para allá lo que quede es para mí…

No le miento. Yo a las doce del día ya tengo lo del tanqueo y lo del lavado. Fácilmente al día me puedo hacer cuarenta, cincuenta mil pesos diarios. Para mí. Míos. Libres. ¿Y por qué? Pues por que yo no mantengo parándome. Yo me despido de mi mujer y le digo que voy a trabajar porque eso es lo que hago. Si me quedo por ahí pendejeando…¿Cogemos la 26 hacia el aeropuerto o la 68?...

…Eso de sentarme a hablar de los pasajeros…A quejarme…¿Por qué se quejan? Pues porque no hacen ni mierda, ¿por qué cuando hablan dicen que les va mal?, pues porque se la pasan quejándose, haciendo amigos en vez de plata. Yo con sinceridad le digo esto: …estoy cuadrando de a millón, millón doscientos. Cuando me va mal pues un poquito menos…pero no me quejo. Nunca me quejo…

En Semana Santa los colegas decían que qué semana tan larga, que qué semana tan mala, que no hubo trabajo…. Esa semana yo me hice exactamente lo mismo de siempre, como una semana normal. Yo si no me pongo con miserias. Es más, si usted se pone a pensar estos tipos que se parquean se gastan la plata en tinto y empanadas. Se paran a comer, a orinar, a compinchar, me perdona la palabra, a guevonear…

…¡Mire! Es como si usted…usted que va para El Tiempo, usted qué es, ¿periodista? Sí. Ah, pues aprovecho. Figúrese que en la oreja de La Esperanza con Boyacá construyeron apartamentos, ¡Apartamentos! Eso es espacio público, eso no se puede comprar, ¿dónde ha visto usted que alguien venda la oreja de un puente?

Bueno. Ahí le comento…Pero volviendo al tema que le hablaba. ¿Usted es periodista?…¡Eso!. Por eso. Es como si usted se gastara el día, perdóneme, hablando mierda en lugar de escribir noticias.

Una hora de la mañana saludando, una hora del almuerzo contando lo que ha hecho y una hora de la tarde quejándose de que no le rinde. ¡Quejándose de usted mismo! Le digo, caballero, además, que uno no debe quejarse del patrón. Yo al menos no, es que él me dio el trabajito. Tampoco lamerle el culo, porque más de la mitad de mi esfuerzo termina en los bolsillos de él. Pero eso sí, tengo que avisparme, no puedo tumbarme yo mismo, así nadie llega a ser alguien… ¿Si me entiende?...

Y…¡7 minutos! Se lo dije, 6, 7, sí, 7 minuticos… (…) Usted dirá dónde lo dejo, caballero. Con mucho gusto. Serían…son...83 unidades….mmm…6.000 pesitos...”.

*Publicado también en El Tiempo

 Andrés G. Borges
@palabraseca

10 comentarios:

  1. Creo que no me cobró la carrera sino la lección sobre el éxito.

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  2. Me sentí identificado, mi papá es taxista y vive quejándose de que le va mal es un gran ejemplo para él, lo peor de todo es que él mismo es su propio jefe y le va mal, este señor que es empleado, le va mejor que a mi padre eso es de no creer

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  3. Yo tampoco hablaría mal de mi jefe si me pudiera sacar más plata de la debida.

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  4. Ve, soy cándida.
    Una cosa que me gusta mucho eso eso de la lealtad con el patrón sin ser lambón.
    Me acordé de "haga plata honestamente mijo y si no puede, haga plata".

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  5. Jajaja! Grandísimo consejo ese...

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  6. Muy pero muy influyente. Por eso estoy de acuerdo con la idea de escribir como se habla. Las palabras del taxista saben llegar al lector por el simple hecho de ser comunes y no de las que nos llevan a buscar en el diccionario cada 2 minutos.

    Gracias por el texto.

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  7. Es muy interesante la historia, creo que vas más allá de los taxista, es una lección de la vida, pues eso de quejarse es un mal de muchos! encima con tus propios problemas y escuchar los de otros no es saludable. La pregunta que le hago Don Andrés, volvería a tomar el mismo taxi?

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  8. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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