jueves, 10 de mayo de 2012

El poeta de Jericó



Hace años que viajo cada mes desde Bogotá hasta la finca de la familia en Jericó, Boyacá, el pueblo más frío de Colombia y donde, sin embargo, se consigue la mejor arepa de cuajada molida en la región. Por supuesto, me traigo en cada viaje unas cuantas para la ciudad.

El asunto es que allá en Jericó dicen que “arepa sin guarapo es como guarapo sin arepa”, por eso de un tiempo para acá terminé atrapado en pequeñas reuniones en una tienda de la cabecera municipal. Y si me lo preguntan hoy, todavía estoy atrapado.

A la tiendita llega cumplidamente Abdelkader ‘el turco’ Mesbah, un tipo duro como aerolito. Amigo de adolescencia de mi papá allá en Jericó. En realidad él es argelino y por eso despotrica en francés cuando el fermento se le sube a la cabeza. Valga decir que sin guarapo también parece completamente loco. Es torpísimo para hablar español, se instaló en Colombia cuando conoció al amor de su vida en Cartagena, al menos eso cree, al menos eso dice. Su memoria está tan desmantelada que nada en sus historias lleva nombres propios: personas, lugares, amigos, nada tiene rostro, detalles ni identificación.

Sabemos que es argelino porque, además de su inconfundible nariz árabe, llena de bigote, carga la cédula colgada a la altura del pecho, según él, para, precisamente, recordar su nombre en las diligencias municipales. Lo que entre nos creemos es que Mesbah ama el frío y la humedad y no los cambiaría por nada. Mi papá me cuenta que cuando se expone distraídamente al sol se brota los brazos y la cara, se desespera y comienza su retahíla francesa. Mi papá y yo creemos que por eso perdió al caribeño amor de su vida, aunque en el fondo yo digo que es porque antes había perdido la chaveta.

También allí, en la tienda, comparte con nosotros el abogado y autor Ricardo Pérez-Lonja, un buenavida que ya pinta canas, algo malponderado en el pueblo y a quien los políticos y editores regionales habían tratado mucho mejor de lo que sus influyentes padres hubieran pedido. Eso decían en el pueblo, que se hizo a una finquita solo para poner flores y escribir sus líneas, por alguna razón, nunca muy aplaudidas.

Siempre que yo llegaba al pueblo, cada mes, Pérez-Lonja me buscaba en secreto y me preguntaba qué tal me había parecido su más reciente poema. Él se tomaba el trabajo de dejarlos por debajo de la puerta de la entrada principal de nuestra finca, como hacía con cada vecino del municipio.

Ahí quedé atrapado, si lo que buscan es una respuesta. Esa extravagante costumbre del poeta terminó por hacerme cómplice silencioso de una interminable cadena de engaños.


Primero, el poeta Pérez-Lonja no sabe que mi hacienda está infestada de ratones y hace rato no fumigábamos. Esos animales se comen los poemas que se asoman debajo de la puerta, no están para contener el apetito con el papel maíz en el que plasma sus versos. La comida a los roedores, cada mes, les llegaba a domicilio por cuenta de la poesía. Como digo, la fumigación de roedores no es una prioridad por más que la Literatura estuviera en riesgo, el invierno ya nos había traído plagas más importantes. Sobra decir que por esa razón yo nunca había podido leer sus sonetos puerta a puerta, cosa que me apenaba profundamente. El ‘turco’ Mesbah, el viejo loco amigo de mi papá, conocía esa situación y cada mes, religiosamente, me entregaba –con enorme desprecio- el poema que le llegaba a él, también por debajo del portón.

He ahí el segundo engaño, que es el mismo ‘turco’, a quien los poemas de Pérez-Lonja nunca le hicieron gracia. Al tanto de eso, el poeta me confesó con vergüenza que esperaba durante un mes para recibir opiniones de la gente de Jericó, arreglaba lo que había que podía arreglar en su obra y ahí sí le hacia llegar el poema, del mes anterior, en su mejor versión, al ‘turco’ Mesbah, buscando su extranjera aprobación.

Con esa confesión viene el tercer engaño. Aunque el ‘turco’ no tenía ratones en su finca, pues compró el mejor sistema de fumigación para roedores de Boyacá, cada vez que recibía un poema de Pérez-Lonja los hubiera deseado. Maldecía con furor la poesía de ese señor, la describía como “très cursi, Dieu merci j'ai une mémoire merde” (“Tan cursi, que gracias a Dios tengo una memoria de mierda”). Yo venía a ser la oportunidad del ‘turco’ para deshacerse de esos odiados manuscritos. El asunto es que reacción en él lejos de ser extraña era predecible. Odiaba gratis y con pasión, pero no podía saber de mi boca que él era el único en el pueblo que recibía la mejor versión del lírico Pérez-Lonja.

Bueno, por mi lado, no me preocupaba empezar a disfrutar esa poesía que para el ‘turco’ era “merde”. Qué iba a saber ese de arte si ni siquiera sabía recitar su propio nombre.

Así, en medio de uno y otro engaño, llegué a recoger donde el ‘turco’ una docena de poemas de Pérez-Lonja, eso fue más de un año. Sí, estaban buenísimos, los disfrutaba de verdad. Me los llevaba para la finca, los leía con juicio y me emocionaba. Pero de nuevo ahí nacía otro engaño, cuando Pérez-Lonja me pedía opinión de su poema del mes, yo debía contarle que los ratones se lo habían comido, que, en cambio, había leído la versión que él había arreglado inútilmente y con vergüenza para el ‘turco’. No iba a hacer tal cosa, yacería como el peor de los seres.

Por fortuna, con el tiempo encontré la forma de salvar el pellejo. Cada vez que Pérez-Lonja me preguntaba por su más reciente poema yo le respondía invariablemente lo mismo, con los mismos gestos y las mismas palabras:

     Sinceramente, Pérez, me gustó más poema el anterior. Le voy a decir por qué…

Ahí comenzaba a desgranarle toda clase de halagos por el poema del mes pasado, el que sí había leído. Después de todo me sentía en una zona de sinceridad, trataba de no hacerlo sentir mal de ninguna manera, entre otras cosas porque, a pesar de que le daba esa ambigua respuesta, me parecía que el tipo escribía, sorprendentemente, cada vez mejores líneas. Tratando por todos los medios de no mencionar su más reciente obra, le hablaba encantado de cada personaje del poema anterior. Destapaba su psicología, reíamos y completábamos con satisfacción cada tertulia. También desnudábamos una que otra moraleja fabulosa, de esas sin pretensiones, pero también cargadas de propósitos y despropósitos. Le confesaba con algo de timidez mi profunda admiración por la forma en que me conmovían sus descripciones, su narrativa, sus escenarios, sus cojos y llegadas. Yo no paraba de hablar, Pérez-Lonja, en cambio, no pronunciaba mayor cosa, escuchaba con atención y tomaba notas prolíficamente. Parecía en medio de un ejercicio íntimo de extraña contrición. Solamente al final me mencionaba a mi tío Epimenio, de cariño ‘Pime’, editor y socio del Club de Lectura de Bogotá, y me pedía recomendarlo con él para cumplir el sueño de su vida: publicar una obra.

Cuando ya me agotaba en adjetivos, recordaba que seguramente leería, al siguiente mes, una historia aún mejor, así venía progresando aquel poeta de Jericó. Al sentir que le entregaba hasta el último elogio a Pérez-Lonja, me proponía una contención, una suerte de freno para que luego no se percatara de mi media docena de bienintencionados engaños.

Terminaba nuestras conversaciones con profunda pena, no solo por el mismo hecho de no poder prolongarme en adulaciones, sino porque debía buscarle peros a su maravillosa escritura, a su decidida y precisa descripción, a sus personajes transparentes y vívidos, a su medida prosa. Era un ejercicio que me agobiaba, algo que no quería hacer por él, pero que al tiempo quería hacer por mí: leerlo otra vez y, por qué no, alistarlo para debutar en el Club del tío Pime.

Siempre que hablaba con Pérez-Lonja de su poesía y llegaba el ‘turco’ Mesbah todos conveníamos cambiar de tema, era los mejor para los tres y cada uno tenía sus razones. Mejor repasábamos las historias mal contadas del ‘turco’, sus amores árabes, sus vacas, su continente. Mesbah nos aburría profundamente hasta que al fin se empedaba, por ello tomábamos rápido, trasnochábamos y amanecíamos exhaustos entre sus insultos gálico-argelinos. A la madrugada ellos dos retomaban a su vida entregada al campo y yo la mía, a la ciudad. Y así, una vez al mes.  






Entre idas y vueltas desde Bogotá se me había creado sin querer una infranqueable rutina. Llegaba el sábado a la finca, limpiaba del suelo la cagarruta de ratón y las contadas trizas de papel maiz, iba a la casita de Ómar, el mayordomo, saludaba, preguntaba algo, ayudaba en lo que pudiera, almorzaba, bajaba al pueblo y pagaba las deudas, luego subía en el campero hasta la casa del ‘turco’ Mesbah, hablábamos de política o de lo que fuera que el tipo recordara, recibía de sus manos -con enorme displicencia- los poemas de Pérez-Lonja y durante la tarde los leía embelesado hasta que llegara la carga de aguarroz y melaza para los cerdos, desde Socotá.

A eso de las seis empacaba y me iba por las arepas y los mandados para llevar, me encontraba con conocidos y a cada uno le daba trámite. Pérez-Lonja se aparecía en cualquier lugar como un espanto y me pedía opinión de su poesía. Yo volvía ponerme nervioso, elogiaba hasta el cansancio su poema anterior, él callaba y tomaba notas sobreexcitado, me pedía recomendarlo al Club de Lectura de Bogotá, luego yo reculaba, le daba un pero cualquiera, le pedía más fuerza en el texto, más sangre en las descripciones, mejores personajes, mejores finales, cualquier cosa: sentía una vergüenza infinita y a la vez me emocionaba. Volvía a la ciudad. Así por dieciocho meses.
 
Eran tan buenos sus poemas que ya tenía una carpeta organizada con retazos de páginas, los amarré con hilos de lana y los empaqué en el lugar más fresco del campero, para luego llevarlos al lugar más fresco de mi casa, en la ciudad.

Hoy mi papá, de visita en la casa, me indagó por el mamotreto que había puesto sobre el nevecón en la cocina. Le conté con lujo de detalles toda esta historia, extasiado como un niño, le expliqué cada peripecia que había tenido que hacer para engañar a su amigo, el ‘turco’ Mesbah, y al poeta Pérez-Lonja, todo por el bien de la Literatura Colombiana. Mientras, le sugería leer cada poema en el orden en el que yo los había organizado, para que viera el progreso de aquel rapsoda de vereda.

Le sugerí decididamente a mi papá, al tiempo él trataba de darle simetría al enorme folio, que llamara al tío Pime, socio y editor del Club de Lectura de Bogotá, que le contara que había encontrado a un diamante en bruto, que Pérez-Lonja era la más colosal promesa de poesía épica colombiana. Le repetía, por cuotas, puntilloso, lo del poema debajo de la puerta, lo de los ratones, lo del viejo ‘turco’ ignorante que desconoce de poesía, lo de progreso literario, lo de la insistencia de Pérez-Lonja por publicar en el Club, lo de mis reservas morales para no herir a nadie.

Mi papá escuchaba. Yo volvía con más fuerza, le hacía hincapié en la ironía de que el tipo había sido despreciado por una raza hostil de analfabetas e incultos dirigentes de provincia. Le aseguré que no podía seguir engañándolo diciéndole que veía vacíos en su completa poesía. Ya con tono de plegaría terminé proponiéndole que se dedicara un día a armar un doblepágina con el tío para el próximo número de ‘Letras Vivas’,  la revista del Club de la Lectura de Bogotá, ¡que el arte es atemporal pero ya no da espera!, ¡que la tradicional esfera prosaica tiemble con los versos audaces y frescos del poeta de Jericó!…

En eso mi papá, sin muchas expectativas –entre otras cosas por mi exasperante agitación- sacó las gafas del forrito con parsimonia y comenzó con los ojos bien abiertos a leer el primero, de ahí no se detuvo hasta la última estrofa. Asintió con la cabeza y estiró la boca como señal de aprobación. Guardó el estuche de las gafas en el bolsillo de la camisa, como preparándose para una lectura larga, y no tardó un instante en ojear el siguiente, y otro, y otro más.

Pasaron los minutos y ya empezaba verse ansioso, desconcertado, levantaba las cejas entre cada endecasílabo, vibraba... Súbitamente soltó una estridente carcajada, una risotada que lo hizo echarse hacia atrás hasta levantar los pies del suelo, se cubrió la cara con el folio de poemas y no paró de gemir de la risa.

Emocionado, sin calcular demasiado, le pedí que se los llevara de una vez, que los disfrutara y que compartiera conmigo el éxtasis, esa mismo que yo sentía, cada mes, al bajar a Jericó.

Mi papá, aún con las contracciones producto de su repentina alegría, agachó un tanto la cabeza y me miro fijamente por encima de los lentes, ató los hilos de lana, armó el mamotreto y lo volvió a poner encima del nevecón. Lo seguí ansioso hasta que volvió de la cocina, él, con la misma parsimonia de antes, guardo las gafas en el estuche y lo metió en el bolsillo de la camisa. No respiraba. Mi papá deja escapar una particular exhalación antes de hablar, uno casi que puede descifrar cuando va a decir algo antes de soltar la primera palabra. Yo esperaba ese jadeo suyo como nunca antes, para ese momento ya agonizaba de ansiedad. Quería oír su veredicto sobre el poeta de Jericó. Y llegó un soplo…

    — Hhh…Quién iba a pensar que este huevón resultara ser antología poética. Cuando vuelvas a Jericó discúlpate con el ‘turco’ Mesbah, felicítalo por sus poemas y pídele el número del fumigador. Ah, y no olvides traerte unas arepitas.

Andrés G. Borges
En Twitter: @palabraseca

7 comentarios:

  1. Qué buena historia y qué sorpresota la del final ¿Cómo se supone que se dio cuenta tu papá? ¿Cómo serían los poemas de Pérez - Lonja?

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  2. Son las mismas preguntas que me hizo el 'turco' cuando lo llamé...

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  3. Me gustó mucho tu historia, me atrapó de comienzo a fin. Felicitaciones.

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  4. No puedo siquiera pensar en afirmar, lo que manifestabas para cubrir el cuarto de tus engaños a Perez-Lonja: por mucho, me gustó más esta frase de cajón que la anterior. Gracias

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  5. ¿Le pudiste responder al turco?

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  6. muy buena historia , excelente hermano, deberías contarnos que paso después

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